viernes, 18 de diciembre de 2020

Tele visiones

* portada de Ese famoso abismo

Advertí el verdadero rostro del monstruo cuando estaba comprando unos calzoncillos en Arencibia. Se me acercó una señora y me saludó como si fuera mi vecina.

Si me hubieran preguntado en aquel momento, si alguien, de repente, hubiera congelado a la señora y al dependiente que ordenaba por tallas las camisas de listas y me hubiera preguntado, yo le hubiera contestado, después de reflexionar un poco, pero sólo un poco nada más, que el nuevo invento de la televisión era una radio con imágenes. Una respuesta absolutamente estúpida.

Al finalizar mi recorrido por Triana me habían saludado tres personas más. Me encontraba a disgusto, como observado y censurado. Nunca he podido sentir más que cesura cuando se me mira sin que sepa el motivo. Hasta la fecha (llevo más de diez años publicando) me detenía algún que otro lector por la calle. Normalmente personas amables que me reconocían y con las que entablaba una pequeña conversación, después del preceptivo saludo, acerca de algún libro concreto. Puedo casi recordar las caras de cada uno de esas pocas personas desgranadas a lo largo de años en una periodicidad muy espaciada. Casi puedo recordar a qué libro, párrafo, incluso frase concreta, se refirieron. Una señora se interesó por el destino de Ferrara una vez acabada Una cana al viento. Le prometí incluirlo en algún trabajo futuro. Pero estas cuatro personas que me habían parado hoy por Triana en menos de dos horas no eran lectores, eran gente. No se podía deducir, de lo poco que hablé con ellas, que tuvieran más información sobre mí que mi imagen, en blanco y negro, en la turbia pantalla abombada de sus televisiones. Probablemente no me habían escuchado. Mi intervención en el programa de televisión fue muy breve y atenderían a ella en el salón, mientras los niños jugaban alrededor o hacían barbilla, u oyeron mi voz, desde la cocina, lejana y difusamente mezclada con el ruido de los platos mientras fregaban. Y este asedio que sentí de las cuatro gentes me indignó mientras avanzaba a zancos largos hacia mi casa temeroso de ser asaltado por alguien más. Llegando a mi piso, mi refugio, me di cuenta de que me habían dado exactamente lo que me merecía. Fui yo el que los había asaltado y me había metido en sus casas como un ladrón o un infatigable testigo de religiones. Me introduje en sus casas, subrepticiamente, escondido entre un anuncio de sopas y otro de jabón, con mis biblias en las manos. Yo no podía hacer eso, no era digno de mí, ni de mi religión, tan falsa o verdadera como cualquier otra.

Decidí, por una parte, renunciar en el futuro a cualquier aparición en el nuevo medio y por otra, destruir el camino por el que había llegado a donde me encontraba. Escribir un libro totalmente distinto, raro, incomprensible y, sobre todo, malo. Tan malo que no sólo fuera rechazado por mis actuales lectores sino, si alguna vez, por circunstancias azarosas, algún ejemplar de ese nuevo libro llegara a las manos de cualquiera de esas gentes que me hubiera visto durante los cuatro minutos en la televisión, renegara para siempre de cualquier intento futuro de acercarse a la literatura. Un libro fundamentalmente malo, visto desde cualquier punto de vista o perspectiva. Parecía algo sencillo. La labor se reveló titánica.


* Dudo que hubiera escrito este texto si no hubiera estado leyendo Ese famoso abismo

1 comentario:

Nieves Delgado dijo...

Buen relato, gran final!