martes, 11 de mayo de 2010

Eça de Queiroz


Leí "Cuentos Completos" (Ediciones Siruela, traducción de María Tecla Portela Carreiro) de José Maria Eça de Queirós (1845-1900). Esta edición tiene en su portada una caricatura del autor, por Rafael Bordalo Pinheiro. Aparece vestido como se puede esperar de un cónsul (que lo fue) pero con la sonrisa y la postura de todo un vividor. Al margen de las consideraciones sobre esta imagen, los cuentos me parecen escritos con una tremenda seriedad. Entiéndaseme, el autor empeñó en su escritura todo el arte de que disponía, con voluntad y cordura. Estos cuentos están plenos de narrativa, en el sentido de que son auténticas historias donde "pasan cosas"; plenos de ambiente en tanto que las descripciones son precisas, utilizando un vocabulario riquísimo; plenos de personajes puesto que están ahí, respirando con nosotros; plenos de emoción (recuerdo especialmente ese evangelio apócrifo que es La Muerte de Jesús); de conocimientos culturales (en casi todos ellos); de conocimiento de lo humano (Excentricidades de una chica rubia); plenos de humor (en casi todos los cuentos, resalto el desenlace de Fray Ginebro); plenos de cintura para adaptarse a estilos y temas. Ataca tanto el estilo romántico (magnífico El difunto) hasta temas mitológicos (La perfección) y la crítica social (muy interesante La catástrofe aunque no fue terminado, y quizá el autor no hubiera consentido en publicarlo inacabado como está).
Sin embargo, leerlo no ha sido un camino de rosas. La prosa de Queirós, que nació en el siglo que nació, no es espuma. La densidad y longitud de los cuentos es decimonónica. No así el tono. Me parecería un error encuadrarlo, por estos cuentos, en la órbita de los escritores sesudos (es decir, pesados) dispuestos a echar páginas y páginas para exponer "su tema". Cierto es, que salvo "Alves y compañía", novela deliciosa y corta y "Las Cartas de Fadrique Mendes", que apenas recuerdo, no he leído más de José Maria Eça de Queirós. Es difícil disfrutar estas lecturas interrumpiéndolas constantemente, a lo que suele obligarnos el ritmo de nuestras vidas, dedicándoles los poquitos minutos que nos da el día desde que entramos en la cama hasta que nos quedamos dormidos. He tenido que esperar a las vacaciones, pero en verdad les digo que ha valido la pena.

martes, 4 de mayo de 2010

Ignacio Aldecoa

Ayer me pasaba un amigo los comentarios del editor Constantino Bértolo en una entrevista. Se quejaba del estado de la narrativa actual española. Se quejaba de que es floja y mortecina, de que está (así lo entendí yo) rendida a una feligresía de lectores pacatos entre los que no puedo dejar de contarme. Una colección de burgueses que no quieren ser despertados de su sueño del bienestar, sordos a la algarabía de los que tienen que buscarse la vida cada día. Y a éstos, se les ha dado la televisión para reducirlos a masa semoviente, y a los jóvenes una falta de educación encaminada a hacer de ellos masa de obra, piezas útiles de la maquinaria, ladrillos en la muralla...que dirían los viejos rockeros, a los que todavía se oye pero sin escucharlos. Así interpreto yo lo que decía el editor, al que pienso, le importaba "la utilidad" de la novela, su realismo entendido como reflejo de la sociedad que la hace; y la novela como denuncia de las consecuencias (en este caso, según él, dicho literalmente) del "capitalismo". Les invito a que lo lean directamente, que debe andar por la red, como casi todo. Puestas así las cosas y considerando, muy capitalísticamente, el mundo literario como un mercado, los lectores son los que hay, y para ellos habrá que escribir, habrán pensado quienes editan. Y no nos engañemos, los que leemos y los que escriben, somos poco más o menos, siervos de la misma gleba.


Es discutible ese solo papel de la narrativa. Hay novelas "interiores" que cuentan la vida de un hombre y lo que le pasa y lo que siente. Hay novelas sobre barcos amotinados hace dos siglos que nos cuentan, junto a otras muchas cosas, lo penoso de la esclavitud de los senegaleses, sin que ese sea "el tema". O la vida de un fantasma que trabaja en unas oficinas de un abogado de Wall Street. La denuncia de las cosas que pasan no es requisito imprescindible para darle valor a un libro. Hay libros cuyo mérito consiste en inventar un mundo que sólo tiene sentido en el sonido de las palabras que lo van contando y en las imágenes que evoca. Libros que hacen que sus traductores suden tinta.
Pero uno anda reflexionando sobre estas cuestiones y sopesando lo que decía el editor, cuando cojo en las manos un libro de cuentos de Ignacio Aldecoa, y todo cambia. Viene a caer como un cubo de agua de pozo sobre la comodidad de sofá, bien instalada. Realismo, sí. Tocamos la vida, después de la guerra, o de las guerras; de los campesinos, de los pescadores, de los vagabundos, de las familias burguesas con tiendita en ciudad de provincias. A los personajes los sentimos ya no reales sino hiperreales, porque nos sentamos con ellos a comer puchero el domingo, en familia. Oímos sus conversaciones mezquinas, sus reproches y sus cariños fraternales y sus esperanzas vanas. Acompañamos a un boxeador de gimnasio de barrio hasta partirse la crisma por una ilusión sin futuro, en una España donde el triunfo era sobrevivir y ver un poco de luz entre tanta grisura. Nos obliga en buen tino a compararla con la España actual y descubrir que no es oro todo lo que reluce, o relucía antes de la crisis. Esta literatura es quizá la que reclamaba el editor en su entrevista. Frente a esta literatura, toda la demás parece disparates de diletantes o garabatos de gente aburrida, juegos de burgueses que aprendieron ortografía. Esa es su tremenda potencia, descomunal. La de meternos en el mundo de Ignacio Aldecoa, el que sentía. Ni más ni menos que porque fue un escritor como la copa de un pino y escribía con honradez, siempre extraña al ego histriónico y gigantuno de su gremio.
Otras literaturas son posibles, valiosas y probables, aunque no frecuentes hoy en día. En general, no puedo estar de acuerdo con el editor. Creo que lo que debemos exigir como lectores es que las novelas, sencillamente, sean buenas. Fácil, ¿verdad? ¿Y si dejáramos de editar durante un par de años? Como un barbecho o una purga. Hay tanto escrito, que editar y publicar es una necesidad "de mercado". Como lector, no me preocupa demasiado, para entretenerme tengo el fútbol.