Esta misma entrada puede encontrarse en Papiromanía, el blog que tengo con mis queridos amigos papirómanos en
http://papiromanialaspalmas.blogspot.com/
La primera vez que leí a Lampedusa se produjo un accidente sin importancia. Leí un trozo de la novela El gatopardo, unas treinta o cuarenta páginas, dos veces. ¡Ya me pareció a mí que todo aquello me sonaba!
Los
hechos: fuimos a pasar un fin de semana a la Aldea, a casa de los
padres de una amiga. Esto sucedió hace más de veinte años. De la casa
tengo un recuerdo maravilloso. Era una especie de chalet amplio, en dos
plantas, y con un gran jardín muy pragmático porque también era huerto.
La familia cultivaba, no sólo flores, sino algunas verduras para el
estómago. Recuerdo dos perros grandes, lanudos, negros, cariñosos, que
sacábamos a pasear cada día por los alrededores, no demasiado lejanos
del casco urbano pero lo suficientemente cerca para no vernos agobiados
por el asfalto, el tráfico incesante, las estrecheces urbanas y los
ruidos. Quiero inventarme, o quizá no, que el jardín/huerto de la casa
estaba recorrido por una acequia que entraba en él, lo alimentaba, se
detenía por unas cantoneras, y volvía a salir por otro extremo. Quiero
recordar también que dos o tres gatos nos visitaban, más o menos con la
misma libertad que el agua de la acequia, tomando las debidas distancias
y precauciones con los dos perros de la casa.
El amplio salón con
grandes ventanales tenía dos niveles que se salvaban con la ayuda de
tres o cuatro escalones. ¿Evitaron así el desmonte o terraplén, la
nivelación, al fin y al cabo, o hubo motivos estéticos? A mí, aquellos
escalones y el salón en dos alturas me maravillaban. Y, ¿cómo no? Había
unos grandes estantes, que contenían los libros de la familia. Se sabe
que desde que se advierte dónde está la biblioteca de una casa empiezan
los movimientos de acercamiento, sin interrumpir las conversaciones más o
menos trilladas o convencionales, se van dando pasos laterales,
acercamientos, descenso de peldaños, mientras tratamos de mantener el
diálogo y desviamos la mirada a los lomos obteniendo algún título, mejor
unos cuantos, con los cuales empezar a sacar conclusiones sobre los
lectores de la casa. Había un par de esas colecciones que también
compraron nuestros padres a un visitador de la editorial Estaolaotra,
todos encuadernados en el mismo estilo. Clásicos de toda la vida,
separados por siglos y no por fama, imprescindibles, en papel más bien
rígido, más bien malo, pero de elegantes lomos que exhibir en la
librería. Clásicos en traducciones desiguales, normalmente indirectas
cuando se trataba de ruso y lenguas raras. Nuestros padres, queriendo
evitar el vacío en los anaqueles, que hubiera habido que disimular con
jarrones espantosos o figurillas de perros de porcelana, mirando con
ojos huecos al vacío, llenaron, por casualidad, casi sin querer, una
laguna vasta en nuestra cultura. Podríamos no haberlos leído, pero
estaban allí, a nuestro alcance. Los que estaban, aunque muchos
faltaban, debían estar. Y estaba El gatopardo, del que había, no
sé dónde ni cómo, oído hablar. Y lo cogí y lo llevé al piso de arriba,
donde me habían asignado un dormitorio. Y al llegar la noche leí. Y leí.
Y llegado un momento me pareció que ya había leído lo que leía. Y así
era. El libro repetía una treintena de páginas como podía apreciarse sin
más que fijarse en la numeración.
Fui transportado a Sicilia. Fui
transportado en el tiempo. Como el diablo Cojuelo aquel, un rapto
mágico por las alturas hasta la vida de la decadente aristocracia
siciliana. Decadente pero lo suficientemente conocedora de los
ancestrales mecanismos de adaptación de nuestra especie para sobrevivir a
la nueva Italia garibaldiana. Conocimientos precisos sobre el zoon politikón,
detallados conocimientos de fisiología y anatomía que no estaban ni
escritos ni guardados en ninguna biblioteca pero que, de alguna manera
osmótica, la aristocracia trasmitía de padres a hijos. ¡¡¡Uffff!!!
Loado
sea Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di
Montechiarod, escritor tardío, acaso accidental. Su historia, la
historia de El gatopardo, es tan triste, o hermosa, o feliz como
se quiera. Apenas dos años después de su primera publicación, en 1958,
la novela contaba ya con más de 50 ediciones y había recibido el premio
Strega en 1959, máximo galardón de la narrativa en italiano. Nada supo
su autor, porque cuando todo esto sucedía, Giuseppe Tomasi, príncipe de
Lampedusa, llevaba muerto unos dos años.
Se lee en algún site que
dedicó los últimos años de su vida a la literatura, contradicción
flagrante si al mismo tiempo se informa de que desde que aprendió a
leer, algo tardíamente, a los ocho años, nunca cesó en la lectura.
Además, se sabe que impartió clases privadas de literatura. A escribir,
sí, dedicó sólo los últimos años de su vida, ya entrado de lleno en la
madurez. Nos dejó una obra tan escasa como notable: unos ensayos
literarios, una sola novela, cuatro relatos y poco más.
Los cuatro relatos están publicados por Anagrama en octubre de 2020.
El
primero toma la forma de un recorrido físico del pequeño Giuseppe por
las casas señoriales, palacetes de Sicilia, que fueron propiedad de su
familia. La casa de Palermo fue la principal. Por temporadas la familia
se desplazaba de Palermo a Santa Margharita mediante el tren y el
transporte con tiro de animales por caminos polvorientos, ocasión para
la descripción de los campos de Sicilia. Puede que se encuentre la
explicación de su muy postergada dedicación a la escritura: un carácter
reservado. Lampedusa escribe esta descripción de sí mismo: No sé si
con esto he logrado sugerir que yo era un niño que amaba la soledad, que
prefería la compañía de las cosas más que de las personas. Por tanto,
no será difícil comprender que la vida en Santa Margherita era ideal
para mí. En la decorada vastedad de la casa [(doce personas para
trescientas habitaciones)] yo vagaba como por un bosque encantado. Y
el recorrido físico es de fondo un recorrido por la infancia del autor.
El exquisito relato enlaza con la infancia del lector, salvando
cualquier posible distancia de clase o geográfica. Y hasta la
destrucción física juega un papel poético de un tiempo que no volverá:
la casa de Palermo fue destruida por un bombardeo aliado en 1943.
El segundo relato, La alegría y la ley,
es un brevísimo y canónico cuento de Navidad. El empleado de una
oficina recibe por Navidad, como premio a su laboriosidad, un panetone
de gran tamaño. Lo lleva a su casa, para compartirlo, en principio, con
su mujer y los niños. A pesar del estado de miseria en el que viven, el
destino del panetone sufre algunas curiosas vicisitudes. ¿Hay algo, a
nuestra vista, más navideño e italiano que un panetone? Con estos
ingredientes, ternura, el frío del invierno, la humildad y la vergüenza
de los pobres a la vista de los ricos, Lampedusa construye un cuento
efectivo como un par de tachas cuando hay que unir dos tablas.
En el tercer relato, La sirena,
hay ocasión y extensión para que el maestro se desate. Un joven conoce a
un anciano en un local palermitano. El anciano teoriza sobre el amor en
unos términos muy cínicos, nada lampedusianos. Me explico. Hasta los
personajes más ásperos de Lampedusa no acaban de perder un barniz
amable, pero en esta ocasión, el anciano casi lo consigue, o así parece,
hasta que le cuenta al joven una historia, que es su historia de amor,
ocurrida durante su juventud. Les puedo contar que es una historia
contada dentro de una historia que se cuenta, pero esto es no decir
nada. Es un cuento realista, con sirenas, de ficción, con un pedestre
anciano. Es, de nuevo, obra inconfundible de Giusepe Tomasi, el niño que
lee sobre la vieja alfombra en la biblioteca de Santa Margherita.
El cuarto y último relato, Los gatitos ciegos, fue el comienzo de una segunda novela que la muerte truncó. Parece seguir la estela de El gatopardo. Nos sirve, fundamentalmente, para lamentar la pérdida del Príncipe de Lampedusa.
Giuseppe
Tomasi, príncipe de Lampedusa, dedicó su vida a leer y sólo sus últimos
años a escribir. Sucede que todo lo que leemos, cada palabra, aunque la
creamos olvidada para siempre, nos compone.