jueves, 25 de febrero de 2021

Amor casi eterno


Ciertas clases de amor permanecen sólo en los arrabales, 

en los barrios que soportan el mal olor de los vertederos

a donde tú y yo hemos enviado los recuerdos a olvidar.

Son ellos las verdaderas víctimas del desamor universal,

las espaldas últimas que soportan el peso de la foto donde aparezco

(guárdate esa sonrisa irónica) posando junto a ti.

 

Cuando pasen las últimas gaviotas llevándose

las cáscaras de plátano, revolviendo las borras de café,

aún quedará, cubierta con una lámina de plástico,

para nuestro escarnio, esa foto mierdosa con tu beso, 


que nos sobrevivirá.

 

sábado, 20 de febrero de 2021

Poema sin título o por Julio o carta a Cortázar (para antes)...poema de Luis Rogelio Nogueras

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Poema sin título o por Julio o carta a Cortázar (para antes)...poema de Luis Rogelio Nogueras
 
Música: Music produced by Jason Shaw on AudionautiX
 
Canción (song): Clouds

martes, 16 de febrero de 2021

Teoría de los inabarcables


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Hace un par de días que se plegó el espacio-tiempo, aquí justo, delante de mi sofá, como si fuera la alfombra que nunca puse. Ya al bajar, aturdido por el medio sueño al regreso de la siesta y las copas de vino del almuerzo, noté la difusa sensación de que las pantuflas avanzaban sobre una coordenada desconocida proyectando destellos fugaces sobre las abscisas. Alargué el pie, torpemente, junto a una especie de espagueti multidimensional. Llegué al punto suficiente, necesario, diría Paul, probablemente Hernández, el hermano gemelo de Peter, probablemente Fernández, de evitar el corrimiento al rojo de la pantufla, lo que, sin lugar a dudas, Penrose demostraría que hubiera supuesto su pérdida para "siempre" (el "siempre" de los físicos que es como un "nunca" o un "antes muerta" de mi Beatriz, potencia jamás actualizada).

No saben ustedes lo que es pisar un charco negro y profundo como un lago de hiel cuando se levanta uno de una siesta, una inocente siesta, que uno empezó a dormir como si fuera una más cualquiera de tantas. Es el estupor, que no definiría como incomprensión de lo que pasa, sino más bien como la conciencia de que no se tiene capacidad, y nunca se tendrá, para comprender lo que está pasando. Poco importa si esa capacidad, no sólo de comprender, no se trata de eso, sino de elaborar algún tipo de relato que atraiga la pantufla hacia lo comprensible, está totalmente perdido para siempre jamás. Poco importa la cuestión del futuro, puesto que sólo existe el presente, y el pasado, que depende exclusivamente de la voluntad de nuestra memoria, está excluido de las apreciaciones pertinentes sobre la pantufla. La pantufla, horrorosamente, se ha llevado al pie consigo y ambos se alejan con un estiramiento de la materia intermedia (es de suponer que deben ser la tibia y el peroné y toda la conjuntía de cosas con las que esas dos piezas suelen acompañarse). El estupor, es eso, estupor, y la mansedumbre de una boca abierta, aún babeante a causa de la siesta. ¿Y el otro pie? ¿Y la otra pantufla? Una simetría, sin duda. Se hallarán, es de suponer, en un universo especular, indiscernible si no dispusiéramos de un eje de simetría que nos permita saber justo dónde estamos, plantados sobre la arena del ruedo, con la espalda arqueada, la taleguilla ceñida y sabiendo que lo único importante ahora es que el público no se percate de eso, tan feo y oscuro, que es el miedo.

 

Sobre la utilidad del casco prusiano en las tormentas eléctricas

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A veces se escribe a la sombra de las palabras que se está deseando usar. Finisecular. Y se añaden líneas sin encontrar la ocasión para colocarlas adecuadamente. Ortopédico. Y se acaba a la intemperie, con el culo al aire. Las palabras que amas (herrumbre y orín) son paraguas rotos que no sólo no te protegen de nada, sino que acumulan la lluvia en goterones. Muladar. Y si intentas incrustarlas sin ton ni son, corres el riesgo de ser tenido por poeta. En otras ocasiones se escribe a la sombra finisecular de las palabras que estás deseando usar. Y se añaden líneas sin encontrar la ocasión para colocarlas junto a un verbo ortopédico. Y se acaba a la intemperie, con el culo al aire. Las palabras que amas son paraguas llenos de herrumbre y orín que no sólo no te protegen de nada, sino que acumulan la lluvia en un muladar de goterones.

martes, 2 de febrero de 2021

Relatos, de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa

 

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 La primera vez que leí a Lampedusa se produjo un accidente sin importancia. Leí un trozo de la novela El gatopardo, unas treinta o cuarenta páginas, dos veces. ¡Ya me pareció a mí que todo aquello me sonaba!

Los hechos: fuimos a pasar un fin de semana a la Aldea, a casa de los padres de una amiga. Esto sucedió hace más de veinte años. De la casa tengo un recuerdo maravilloso. Era una especie de chalet amplio, en dos plantas, y con un gran jardín muy pragmático porque también era huerto. La familia cultivaba, no sólo flores, sino algunas verduras para el estómago. Recuerdo dos perros grandes, lanudos, negros, cariñosos, que sacábamos a pasear cada día por los alrededores, no demasiado lejanos del casco urbano pero lo suficientemente cerca para no vernos agobiados por el asfalto, el tráfico incesante, las estrecheces urbanas y los ruidos. Quiero inventarme, o quizá no, que el jardín/huerto de la casa estaba recorrido por una acequia que entraba en él, lo alimentaba, se detenía por unas cantoneras, y volvía a salir por otro extremo. Quiero recordar también que dos o tres gatos nos visitaban, más o menos con la misma libertad que el agua de la acequia, tomando las debidas distancias y precauciones con los dos perros de la casa.

El amplio salón con grandes ventanales tenía dos niveles que se salvaban con la ayuda de tres o cuatro escalones. ¿Evitaron así el desmonte o terraplén, la nivelación, al fin y al cabo, o hubo motivos estéticos? A mí, aquellos escalones y el salón en dos alturas me maravillaban. Y, ¿cómo no? Había unos grandes estantes, que contenían los libros de la familia. Se sabe que desde que se advierte dónde está la biblioteca de una casa empiezan los movimientos de acercamiento, sin interrumpir las conversaciones más o menos trilladas o convencionales, se van dando pasos laterales, acercamientos, descenso de peldaños, mientras tratamos de mantener el diálogo y desviamos la mirada a los lomos obteniendo algún título, mejor unos cuantos, con los cuales empezar a sacar conclusiones sobre los lectores de la casa. Había un par de esas colecciones que también compraron nuestros padres a un visitador de la editorial Estaolaotra, todos encuadernados en el mismo estilo. Clásicos de toda la vida, separados por siglos y no por fama, imprescindibles, en papel más bien rígido, más bien malo, pero de elegantes lomos que exhibir en la librería. Clásicos en traducciones desiguales, normalmente indirectas cuando se trataba de ruso y lenguas raras. Nuestros padres, queriendo evitar el vacío en los anaqueles, que hubiera habido que disimular con jarrones espantosos o figurillas de perros de porcelana, mirando con ojos huecos al vacío, llenaron, por casualidad, casi sin querer, una laguna vasta en nuestra cultura. Podríamos no haberlos leído, pero estaban allí, a nuestro alcance. Los que estaban, aunque muchos faltaban, debían estar. Y estaba El gatopardo, del que había, no sé dónde ni cómo, oído hablar. Y lo cogí y lo llevé al piso de arriba, donde me habían asignado un dormitorio. Y al llegar la noche leí. Y leí. Y llegado un momento me pareció que ya había leído lo que leía. Y así era. El libro repetía una treintena de páginas como podía apreciarse sin más que fijarse en la numeración.

Fui transportado a Sicilia. Fui transportado en el tiempo. Como el diablo Cojuelo aquel, un rapto mágico por las alturas hasta la vida de la decadente aristocracia siciliana. Decadente pero lo suficientemente conocedora de los ancestrales mecanismos de adaptación de nuestra especie para sobrevivir a la nueva Italia garibaldiana. Conocimientos precisos sobre el zoon politikón, detallados conocimientos de fisiología y anatomía que no estaban ni escritos ni guardados en ninguna biblioteca pero que, de alguna manera osmótica, la aristocracia trasmitía de padres a hijos. ¡¡¡Uffff!!!

Loado sea Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiarod, escritor tardío, acaso accidental. Su historia, la historia de El gatopardo, es tan triste, o hermosa, o feliz como se quiera. Apenas dos años después de su primera publicación, en 1958, la novela contaba ya con más de 50 ediciones y había recibido el premio Strega en 1959, máximo galardón de la narrativa en italiano. Nada supo su autor, porque cuando todo esto sucedía, Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, llevaba muerto unos dos años.

Se lee en algún site que dedicó los últimos años de su vida a la literatura, contradicción flagrante si al mismo tiempo se informa de que desde que aprendió a leer, algo tardíamente, a los ocho años, nunca cesó en la lectura. Además, se sabe que impartió clases privadas de literatura. A escribir, sí, dedicó sólo los últimos años de su vida, ya entrado de lleno en la madurez. Nos dejó una obra tan escasa como notable: unos ensayos literarios, una sola novela, cuatro relatos y poco más.

Los cuatro relatos están publicados por Anagrama en octubre de 2020.

El primero toma la forma de un recorrido físico del pequeño Giuseppe por las casas señoriales, palacetes de Sicilia, que fueron propiedad de su familia. La casa de Palermo fue la principal. Por temporadas la familia se desplazaba de Palermo a Santa Margharita mediante el tren y el transporte con tiro de animales por caminos polvorientos, ocasión para la descripción de los campos de Sicilia. Puede que se encuentre la explicación de su muy postergada dedicación a la escritura: un carácter reservado. Lampedusa escribe esta descripción de sí mismo: No sé si con esto he logrado sugerir que yo era un niño que amaba la soledad, que prefería la compañía de las cosas más que de las personas. Por tanto, no será difícil comprender que la vida en Santa Margherita era ideal para mí. En la decorada vastedad de la casa [(doce personas para trescientas habitaciones)] yo vagaba como por un bosque encantado. Y el recorrido físico es de fondo un recorrido por la infancia del autor. El exquisito relato enlaza con la infancia del lector, salvando cualquier posible distancia de clase o geográfica. Y hasta la destrucción física juega un papel poético de un tiempo que no volverá: la casa de Palermo fue destruida por un bombardeo aliado en 1943. 

El segundo relato, La alegría y la ley, es un brevísimo y canónico cuento de Navidad. El empleado de una oficina recibe por Navidad, como premio a su laboriosidad, un panetone de gran tamaño. Lo lleva a su casa, para compartirlo, en principio, con su mujer y los niños. A pesar del estado de miseria en el que viven, el destino del panetone sufre algunas curiosas vicisitudes. ¿Hay algo, a nuestra vista, más navideño e italiano que un panetone? Con estos ingredientes, ternura, el frío del invierno, la humildad y la vergüenza de los pobres a la vista de los ricos, Lampedusa construye un cuento efectivo como un par de tachas cuando hay que unir dos tablas.

En el tercer relato, La sirena, hay ocasión y extensión para que el maestro se desate. Un joven conoce a un anciano en un local palermitano. El anciano teoriza sobre el amor en unos términos muy cínicos, nada lampedusianos. Me explico. Hasta los personajes más ásperos de Lampedusa no acaban de perder un barniz amable, pero en esta ocasión, el anciano casi lo consigue, o así parece, hasta que le cuenta al joven una historia, que es su historia de amor, ocurrida durante su juventud. Les puedo contar que es una historia contada dentro de una historia que se cuenta, pero esto es no decir nada. Es un cuento realista, con sirenas, de ficción, con un pedestre anciano. Es, de nuevo, obra inconfundible de Giusepe Tomasi, el niño que lee sobre la vieja alfombra en la biblioteca de Santa Margherita.

El cuarto y último relato, Los gatitos ciegos, fue el comienzo de una segunda novela que la muerte truncó. Parece seguir la estela de El gatopardo. Nos sirve, fundamentalmente, para lamentar la pérdida del Príncipe de Lampedusa.

Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, dedicó su vida a leer y sólo sus últimos años a escribir. Sucede que todo lo que leemos, cada palabra, aunque la creamos olvidada para siempre, nos compone.