domingo, 21 de agosto de 2022

Heródoto con las melenas al viento

Se escribe para que no se disuelva nuestro recuerdo. Es una manera, inútil, ficticia, de luchar contra la muerte. Heródoto escribe para que los acontecimientos humanos no se desvanezcan con el tiempo pero el verso de Borges, devoto del libro y las bibliotecas, no deja lugar a la esperanza: el olvido que seremos.

Pero contra este verso decir que no sé si recordaremos, imposible, todo lo que se cuenta en los nueve libros pero sí sé que Heródoto es inolvidable, momificado por el más sofisticado procedimiento, que le da no sólo inmarcesibilidad sino vida para siempre, como a los dioses.

La escritura es el instrumento humano más poderos para alcanzar su anhelo de trascendencia. De ser reconocido entre lo otro. El hombre se individualiza y se reconoce en el grupo y frente al grupo y ante la mirada del grupo. No ser diferente, o no ser reconocido como diferente, por el grupo del que, sin embargo, se desea a toda costa formar parte, es como no existir. Es una lucha imposible sel ser, porque no tiene lógica o sólo tiene la lógica de nuestros instinto atávico. El deseo de alcanzar lo uno y su contrario.

La escritura se usó, en un principio, pragmáticamente, para la anotación en los píthoi y no perder la cuenta, pero pronto fue la manera de dejar dicho que los dioses son parientes de los reyes, con los que mantienen una comunicación privilegiada. Hoy sigue sucediendo que sólo unos pocos oyen la voz de los dioses y cuentan a los demás, sordos a la divinidad, cuáles son sus órdenes y deseos. Obedezcamos, pues, contra las noventa y cinco tesis que se colgaron en la puerta de una iglesia de Wittenberg hace tanto tiempo ya.

Platón escribió, paradójicamente, que Sócrates habló contra la escritura por socavar las bases de la memoria del hombre. ¿Qué diría entonces contra la infinita Biblioteca de Babel, memoria inabarcable, que reside en servidores insondables e ubicuos, que están en todas partes y en ninguna?

La angustia de Funes nos acecha.



sábado, 25 de junio de 2022

Cosas que pasan y no deberían pasar

 Uno se cree único, a salvo de la mirada de los otros por el simple hecho de ser y estar metido en sus zapatos y en su ropa, pero después de alguna pose de falsa modestia acaba uno por mirarse al espejo previniendo que una mancha inadvertida, algún defecto subsanable en la indumentaria, rebaje su estatura en los ojos de los otros. Los demás están perennemente ahí, como un magma indefinible. Son, al menos, como poco, eso que no eres tú, es decir, una cosa inabarcable y terrible, enorme, casi imposible de imaginar si no se tiene una cabeza de trescientos metros de eslora, como la que necesitaba San Anselmo para imaginar las perfecciones de Dios. Pero llega un momento, a mí me ha llegado, en que esa cosa a la que cuesta encontrar un nombre propio, te absorbe, te hace suyo, somete tu individualidad a su inmensidad sin remedio. Puede llegar ese momento, como ha sido, por el suceso de un hecho fortuito, trivial, que, sin embargo, desarbola tu identidad con la facilidad con la que los huracanes hicieron añicos galeones cargados de oro y plata, orgullo de la flota, esperanza de reyes, tributo de virreyes, tumba así de almirantes como de grumetes.

Hoy, cuando he ido a pagar un libro en la caja de la librería, identificándome con la fría cadena de nueve dígitos que es mi número de teléfono, rebajado a esa simpleza matemática, me han indicado que mi pedido había llegado y estaba pendiente de ser retirado, se intuía que hacía tiempo, por el gesto leve de reproche. Extrañado, pregunté el título. Después de que la novicia batallara con el ordenador unos minutos el título me sobrecogió, una cosa así como un manual de derecho de no sé qué del País Vasco, supongo que con sus foros y excepciones. Yo no he pedido eso y jamás pediría un libro así. Fíjese que le estoy comprando una novela de Bolaño. ¿No sé da cuenta, joven e inexperta señorita, que es como si Napoleón viniera aquí a llevarse un libro de Paulo Coelho? Una cosa que rompe, para empezar, la lógica del tiempo, para seguir la del espacio, para terminar, todas las que queden. Obviamente pensé todo esto, pero no perdí el tiempo en decir más que el pedido no era mío, que debía haber un error. Así era, un alguien con mi mismo apellido y mis nombres invertidos había ocupado mi espacio espiritual en los campos de una base de datos. Aquel y yo nos fundimos en un ser panliterario de intereses irreconciliables por la torpeza de unos dedos sobre un teclado y un ratón. ¿Y mis puntos, acumulados en compras de años pacientes? Es decir, ¿a dónde fue mi descuento futurible? Por supuesto, tampoco formulé en voz alta esas preguntas que pensé. Me pareció mezquino mostrar mi preocupación por unos pocos euros cuando se había demolido de un plumazo la convicción sobre mi propia unicidad. Se me desdobló, se me confundió, se me duplicó, se me asociaron atributos ajenos, como un nombre invertido, unos intereses espurios y todo se hizo como cosa irrelevante o no nociva que podía haberse hecho o no sin que nada cambiara en el universo mundo. Mostré la indiferencia propia de quien simula la modestia con que acepta tal aberración insultante sin revelar las ganas de rociar la librería con gasolina y pegarle fuego, de lanzarme como loco contra las estanterías y vaciarlas en el suelo, formando montañas inflamables, enormes como mi ira. Sonreí, metí el libro de Bolaño en la bolsa y nos fuimos, pensando que, jamás de los jamases, bajo ninguna circunstancia volveremos a la puñetera librería.