domingo, 9 de diciembre de 2007

El Mundo de Juan José Millás


Se llama Juan José, como yo. Mi amiga Yolanda me envió un mensajito de móvil, recomendándome el libro porque “le recordaba a mi” y yo no conocía a Juan José Millás (quiero decir que nunca lo había leído aunque sabía que existía) y, aunque en los últimos años recelaba del Premio Planeta, me acerqué a una librería y me hice con El Mundo.

Es una autobiografía (?), pregunto. Después de las primeras 80 páginas todo me perecía muy triste, con la transparencia lechosa, la opacidad de los tiempos de Franco y el sin futuro de un tiempo parado. Una infancia paralizada así que llamé a Yolanda y le pregunté por qué el libro le recordaba a mí. “Por el humor con que se toma cosas dramáticas, tienes que seguir leyendo”. Y seguí leyendo y encontré el capítulo de la academia, con el cura y la doña, y me partí de risa con una sola frase, la del compañero que reconoce que se le pone dura cuando le pega la doña. Supongo que son cosas así a las que se refiere Yolanda.

Repito: es una autobiografía (?), pregunto. Lo pregunto porque Juan José no se encumbra ni en una sola frase, más bien se muestra sin pudor como un hombre corriente que acaba siendo novelista como podía haber seguido siendo un chupatintas en Iberia o Caja Postal. Un niño de barrio pobre, en familia humilde, mal estudiante, amigo de otro niño enfermo que no podía llegar a viejo. Enamorado de una chica que hacía ejercicios espirituales cuando él no parece que pudiera creer en Dios. Ella fue después líder estudiantil y marxista. El no pudo sino participar en alguna manifestación sin que le llegaran ni a detener. Otra vez sin llegar a “estar”. Tuvo habilidad y tiempo para huir. ¿Cuál era su mundo? ¿Habría sido secuestrado de sus auténticos padres? Con los años ella acaba desdibujada y él la ayuda a “colocarse” para sobrevivir ¿Quién se venga de quién? ¿La novela entera no es una venganza contra María José? Seguramente no. Seguramente la vida es una carrera de fondo. Un barrio es la metáfora del Mundo y sus habitantes la humanidad entera, y nos dice Millás que nada ha sido puesto expresamente para fastidiarlo a uno, y que no resulta nada fácil deshacerse de las cenizas de tus padres.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Café en Lisboa







He vuelto a Lisboa. Lo había evitado por miedo al dolor, húmedo como esta lluvia de diciembre y la brisa suave que trae los olores del Tajo.




Suelo salir por las mañanas a desayunar al Nicola, y después me recojo en el hotel leyendo hasta la tarde. Salgo, entonces sí, a pasear. Ayer alquilé un coche y recorrí (lo que nunca hicimos) el 25 de Abril. Me siento un fugitivo del tiempo que corre, un paseante de las nostalgias y un coleccionista de recuerdos.




Recupero el pasado cada día con más fuerza, y el presente parece cada vez más vulgar, carente de interés, soso, inocuo...




Con cada amigo que pierdo (la última Laura Maqroll) menos ganas tengo de emprender el esfuerzo de conocer a nadie. Y huyo de los que me conocieron y ya no quiero ver. Es Lisboa, en parte, esta huída. Aquí no tengo que usar ni adobes ni trucos para disimular mi edad. Eso creía. La compañía tiene aquí una sucursal y entré por curiosidad el pasado jueves. Cuando hojeaba los catálogos en portugués quedé paralizado al ver que Jeremías Umpiérrez me observaba estupefacto desde el extremo de la oficina. Desvié la mirada y aún sin verlo supe que emprendía el camino hacia mi. Cogí precipitadamente dos o tres catálogos y me giré saliendo rápidamente de la oficina. Apenas creí que ya no podía verme corrí hasta una esquina. Paré el paso y seguía sintiéndome inseguro así que corrí a un ritmo constante y no muy elevado. No pude mantener la respiración por la nariz y empecé a respirar por la boca. El aire entraba a borbotones en los pulmones. Oí mi corazón entusiasmado y experimenté una inmensa y estúpida alegría. Las piernas funcionaban con una liviandad maquinal hasta que resbalé sobre ese mosaico paciente que es la acera de Lisboa. Había estado lloviendo toda la noche y el calzado no era el apropiado. Caí casi entre risas, de bruces al suelo. Una chica tan dulce como las que había visto azocarse en sus novios en los tranvías se interesó por mi. Umpiérrez apareció detrás de una parada de guagua y me oculté con la chica, abrazándola. Le expliqué que me había doblado un tobillo. Me apoyé en su brazo al caminar. Le hablé en español y creo que apenas me entendió. Logré que Umpiérrez por fin creyera que había un portugués que se parecía a un compañero suyo de muchos años atrás. Invité a la chica a desayunar. En principio no quiso. Tuve que bromear un poco e insistir para que accediera. Me pareció natural convencerla. Me pareció natural que una chica tan joven estuviera desayunado conmigo, y lógico que un corazón capaz de bombear como el mío y que unas piernas capaces de correr como las mías estuvieran tan cerca de su corazón y sus piernas. De su abrigo negro y largo. Y pude mantener momentos de silencio, de ninguna manera incómodos en que la miraba, mientras ella simulaba observar con interés a otra gente de la cafetería, entre trozo y trozo de una conversación luso-castellana más complicada siempre de lo que esperamos los nietos de los viejos romanos.




Al mediodía subíamos juntos al Castillo de San Jorge. Habíamos decidido comer allí, costase lo que costase, después de una conversación muy realista sobre los efectos del euro. Y cuando casi más distraído estaba contemplando Lisboa me cogió la mano como si pasear supusiera tal cosa de la misma manera que supone poner un pie delante de otro. Apreté un poco su mano mientras contenía la emoción en el silencio: pasaron por mi mente los amigos con los que antes estuve allí. Sólo conservo las conversaciones telefónicas con uno. Me resulta imposible verle, y verme. Esta mano, que también se irá, es el asidero. Creo haber acertado. Me conviene creerlo.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Palabras

El hombre pesca palabras en un río. Luego las colecciona enhebradas en sedales, las cuelga a secar en la azotea y en tres semanas o cuatro, invita a las señoritas del pueblo que fuman a oír recitarlas. Él mismo las va leyendo, con el delantal puesto, y según las lee las va poniendo en la parrilla. El sabor de estas palabras es mudable. Su sonido no. La palabra Amor se deshizo en grasa y avivó una llama incómoda que perjudicó el asado de las demás. La palabra amor hubo que despegarla con cuidado de dos o tres otras que la rodeaban y la abrazaban. Tardó más que ninguna en hacerse bien, por dentro y por fuera. De su gusto nadie disfrutó, excepto un vagabundo que escuchaba. Se inundó, sabe él, de la palabra y cruzado de brazos, con el brillo de las llamas reflejado en su mirada, escuchó durante toda la noche la voz hermosa del pescador de palabras y miró los cuerpos felices de las señoritas que fuman.

Comer y Beber con Manuel Vicent

Manuel Vicent. “Comer y beber a mi manera” publicado en 2006.

Si uno quiere comer bien y de la propia mano se agencia un libro de recetas. Si además quiere aderezarlo con literatura tiene éste de Manuel Vicent. Las recetas vienen envueltas con la nostalgia de la niñez en el Mediterráneo y con pinceladas de otros tiempo pasados del autor con sus amigos, gente hoy de renombre, que publica artículos o viñetas en El País o similar. Recetas, algunas dudosas, pero como no las he puesto en práctica no puedo opinar con conocimiento de causa.Por si los méritos del libro fueran pocos, nos puede valer como guía de restaurantes (alguno puede que ya esté cerrado, traspasado u olvidado) y también como guía gastronómica de ingredientes que por ser locales son desconocidos por los bisoños de la cocina (como yo, sin ir más lejos).La loa principal va para la palabra. ¡Cómo fluye! Una prosa como un río manso y ancho, sin encontrar piedras, ni bravuras, ni espumas blancas. La combinación es rara y además de proporcionar unas horas de agradable lectura, podremos disfrutarla desde el paladar y el estómago. Somos lo que comemos, y quizás también, lo que leemos.