viernes, 4 de agosto de 2023

Un pliegue en el tiempo


 Me enteré casualmente de la muerte de Orly hace unas dos semanas. Murió en el 93, un par de años después de la última vez que le vi. Ayer, sin embargo, recibí su carta, fechada mucho tiempo atrás. Ha debido andar perdida durante años por sabe dios dónde. Alguna mano habrá dudado si merecía la pena devolver un papel tan amarillo al cauce del correo.

Así que, para mí, Orly ha atravesado en poco tiempo, de ida y vuelta, el delicado paso entre la vida y la muerte. En mi recuerdo estaba vivo, hermoso, pensativo, joven, reservado, con ese aire enigmático y silencioso que tanto atractivo le daba, hasta el día en que me dijeron que había muerto. En mi recuerdo no tuvo tiempo a envejecer como yo, o como todos. Sujetó siempre el cigarrillo oportuno mientras pedía un café o esperaba una respuesta a una pregunta que nos hacía con su mirada azul. Parecía estar esperando una revelación sobre el sentido final de todas las cosas. Le rodeábamos tipos pedestres como yo. Quizá perdió con nosotros, conmigo, el poco tiempo que no sabía que le quedaba. No le pude dar muchas respuestas. Le di lo que pude, mi tiempo, mi compañía. Al menos tampoco le hice muchas preguntas. Cuando estábamos juntos el tiempo, simplemente, transcurría. 

Contra estos recuerdos me llegó la sorprendente noticia de su muerte. Cuesta hacerse a la idea de que personas más jóvenes también pueden morir, que Orly fue de carne y hueso por más que algunos, sobre todo algunas chicas, pensaran que estaba hecho de un material inmarcesible, algo frío como la piedra a la noche, lejos del sol del día, bajo la luz reflejada y pura de la luna.

Su carta lo revive en su letra menuda, algo picuda, fácilmente legible a pesar de ser tan característica como una firma, tan única como las huellas de nuestros dedos o las delicadas nimiedades del iris de nuestros ojos.

En la carta me preguntaba si había visto a Carol, si sabía de ella, si seguía viviendo en Fuerteventura, si le podía dar alguna seña suya, una dirección a la que enviar una carta, un lugar de trabajo al que llamar. Las preguntas algo obsesivas no rompían la calma se su representación en mi recuerdo. Sus caladas profundas al cigarro. Sus manos en los bolsillos mientras paseaba en los atardeceres de invierno de la isla. No puedo contestarle que nunca supe más de Carol, que quizá siga en la isla, que quizá, si me cruzara con ella no la reconocería o ella no recuerde ya quién soy yo, o quién fui. Pero que también podría pasar que nos crucemos algún día casualmente y me pregunte por él, o que me llegue una carta suya escrita cuando vivías y que ha estado esperando en alguna parte a que preguntes por ella desde algún lugar de 1992.