sábado, 29 de agosto de 2020

Fuerteventura

 Días en Fuerteventura con tres buenos amigos. Prácticas de convivencia para un solitario empedernido como yo, que supero sin problemas gracias a ellos. Unos días llenos de camaradería, cariño, respeto, felicidad y risas. Las condiciones no eran las mejores porque el calor me pone de mal humor. Afortunadamente lo pudimos mitigar con los baños en la playa que recuperé después de años. Cuando viví en Fuerteventura mi relación con el mar fue diaria. Tomaba el sol y me bañaba cada día excepto durante los meses de mucha afluencia de turismo interior, en el corazón mismo del verano, en pleno agosto. En este verano, en estos días con mis amigos he vuelto a bañarme con placer en el mar y, sobre todo, a margullar. Me gusta el silencio y las sensaciones cuando nado por el fondo, con el pecho pegado a la arena, con toda-completamente mi piel en contacto con el agua fresca. Noto enseguida el efecto benéfico del mar. El cuerpo, sólo para mantener la temperatura sumergido en agua debe activar, conjeturo, un mecanismo como el de quien hace un deporte suave y continuo. Se añaden los efectos del yodo, del agua salada limpiadora entrando en mis maltrechos senos paranasales, del ejercicio sin impactos para todos los músculos del cuerpo, de la plácida conversación en el enorme frigidarium.

Cumplí años en aquellas fechas y me regalaron los diarios de Héctor Abad Faciolince, Lo que fue presente. Gran lectura sin que sepa muy bien por qué. Trataré de reflexionarlo, quizá (el compromiso no es lo mío), en una entrada un día de estos, cuando lo acabe, que me falta muy poco.

Y pasar los días sin más preocupación que planificar las comidas, acordar el mejor medio para escapar del calor (mar o piscina) y el mejor sitio para leer (bajo una sombrilla o frente a un ventilador).

El día que recorrimos la isla en coche, Fuerteventura es una isla larga, pasamos por la Librería Tagoror, en la que no ha hecho nido ninguna nostalgia porque siempre que vuelvo sigue ahí, como estuvo siempre o mejor. Todas las librerías me proponen lecturas y me aligeran el bolsillo, pero ninguna como Tagoror. Yo no sabía qué era y le atribuía efectos a mi actitud (la visito siempre sin prisas, de vacaciones, relajado). Pero no, mis amigos, que no la conocían, quedaron también atrapados. Nos costó irnos. Tuvimos que hacer un descanso en una cafetería cercana y volver un rato más, antes de despedirnos de ella con unas cuantas lecturas en las alforjas. Después continuamos hacia el Norte: las Grandes Playas, Lajares, El Cotillo y la inigualable Aguas Verdes, con su magnética playa. Y a la vuelta, con la luz del atardecer, las vistas del centro de la isla, desde las montañas de Betancuria. Las llanuras que no abarca la vista, interrumpidas por montañas ocres redondeadas por la erosión milenaria, me llenan el corazón de paz. Me pasó desde la primera vez y me pasa siempre que desde que tomo el cruce de Tefía, viniendo del Norte, hacía el interior de la isla, la mente se relaja como la vista lo hace en la enorme llanura.

Qué diferente La Palma de Fuerteventura y qué a gusto he estado estos días en ambas.


martes, 25 de agosto de 2020

Breña Baja, Breña Alta o quizá Mazo

 He pasado unos deliciosos días en La Palma gracias a la invitación de mi hermano y mi cuñada. De madrugada, cuando me levantaba al baño de la casa rural en que se alojaban, en vez de las repugnantes cucarachas frecuentes en Las Palmas encontraba un peninqué en la ventana del baño. Todas las noches el mismo, al que llegué a tocar con un dedo sin que huyera. Lo eché en falta la última noche, en la que no apareció.

Por las mañanas (siempre madrugo aunque no quiera) emprendía un sencillo camino hasta una tiendecita muy cercana. La casa rural en la que nos quedábamos, como tantas en La Palma, respetaba la arquitectura tradicional dado que son restauración y acondicionamiento de casas antiguas, pajeros muchos de ellos, como los llaman. Techos de teja a cuatro aguas, una sola planta casi siempre, paredes anchas de piedra, uso de madera para casi todo, que además da ese agradable olor que me recuerda los de las ermitas de Fuerteventura. Creo que nunca he sido tan consciente del olor de la madera como dentro de la Ermita de Nuestra Señora de Regla (Pájara, Isla de Fuerteventura) y nunca sabré por qué. En ese camino de apenas doscientos metros pasaba delante de la casa  casi ruinosa, cosa sorprendente en La Palma, de un señor que no parecía tener otra ocupación que sentarse a la entrada, con sus gatos, a ver pasar el tiempo. De los cuatro o cinco gatos que rondaban por allí, dos, por lo visto, eran suyos, los otros no. Desde luego había dos que se sentaban junto a él cuando les parecía bien, sobre unas sillas destartaladas. Todos, los suyos y los demás, me huían si intentaba acercarme a menos de un metro. Tratamos de engatusarlos con alguna loncha de jamón cocido. Poco éxito, comían sin avidez, con pausa, sin abandonar una actitud vigilante y dejaban sobras.

La tiendecita era de esas que en Gran Canaria están casi extinguidas, de aceite y vinagre. Una señora mayor, pequeñita, la llevaba y me daba los buenos días. Reconozco que fui interesado en ver la tienda, que era como la esperaba. Mostrador de toda la vida, alhacenas de madera también de toda la vida, con cristales y los productos con los precios etiquetados a mano, uno a uno. Cuando le pedía cualquier cosa a la señora salía disparada a buscarla al lado. Por el covid el mostrador accesible a los clientes estaba reducido con una cinta. Me daba apuro pedirle las cosas una a una y hacerla ir y venir tantas veces. Logré decirle dos cosas por vez antes de que saliera como una bala. El pan lo sacaba de un arcón de madera que parecía estar custodiado por su marido. Yo no sabía quien era, simplemente lo veía junto al arcón. Fueron otros quienes me dijeron que era el marido de carácter hosco. Ella sería, por tanto, el trato con el cliente, es decir, la tienda.

Reconozco que la primera vez que entré mi interés radicaba en la tienda y no en los posibles tenderos y fui precavido contra la tendencia a pegar la hebra de las personas de sitios pequeños a los que les sobra el tiempo. Mi mundanidad espera despachar el asunto de la compra de manera rápida, eficiente. Pero la señora me produjo ternura y cierta nostalgia por algo que, aunque vivía en el presente, pensaba que era del pasado, una especie de pliegue en el tiempo. Me tranquilizó ver que en el poco tiempo que estaba en la tienda entraron dos clientes que por el comportamiento se intuían habituales, un sustento seguro.

El último día de mi estancia, un sábado, la señora me anunció que el lunes no abriría porque la operaban de cataratas. Le pregunté y me comentó algunos detalles, como que era alérgica al látex, lo que había frustrado el intento de operación anterior. Le deseé una suerte innecesaria, porque, le dije, se sabe que es una intervención sencilla. Aún así, me pareció que la señora no podría abrir el martes, aunque eso, obviamente, no se lo dije.


Mi hermano se quedó unos pocos días más. Le pregunté si la tienda había vuelto a abrir el martes. No. El miércoles, cuando ellos se fueron, tampoco.



Las cosas quieren su sitio

En el yacimiento del Tendal (San Andrés y Sauces, Isla de La Palma) nos explicaron que con algunos objetos se enfrentaban al problema de la descontextualización. Unos bastones de madera fueron encontrados por personas no profesionales que los extrajeron de su lugar de origen. Aunque ahora están en manos de expertos se perdió para siempre su ubicación con respecto a los demás restos encontrados, lo que hubiera proporcionado pistas valiosas para conjeturar sus usos, simbología o funciones. Y pensaba yo, que disfrutaba de unos días de descanso en La Palma, cómo poco a poco he ido perdiendo interés por los museos en mis viajes, siempre pocos, por esos mundos de Dios. Lo achacaba a la edad, que nos va minando, y también a la sensación de avalancha al verme rodeado de tanto junto, inabarcable y enorme. Obviamente, en este caso, estoy pensando en grandes museos abrumadores como El Prado. Pero quizá, ahora que lo pienso, en los museos las obras están descontextualizadas, se convierten en una especie de mercancía en el escaparate de un pseudo centro comercial del arte y la historia. Quizá lo que digo es una barbaridad. Seguro que la intención museística es siempre buena y que es la mejor de las maneras, dentro de las posibles, de hacer el arte accesible a todos.

En la memoria tengo algo difuso un recuerdo que puede ser inventado y que no pienso comprobar aunque supongo que sería fácil hacerlo con algunas consultas en la red. Hasta ayer por la tarde, como quien dice, todo el arte era religioso o andaba dando vueltas alrededor de lo religioso. Creo que fue en Teruel, creo que fue en una iglesia con influencia mudéjar, que subí a unos pasillos laterales altos desde los que se podía apreciar muy de cerca el artesonado. Y creo que fue en esa iglesia que pasé después delante de un tríptico al que no hacían mucho caso dado que la estrella de la visita era el techo mudéjar. Se trataba de un óleo sobre tabla que parecía flamenco. Le pregunté al guía, creo recordar que me reafirmó en lo que pensé sin darle mucha importancia al asunto. La visita me pareció deliciosa. Tuvo una parte muy guiada y comentada, con el acceso a los techos que no hubiera sido posible de otra manera, y otra en la que deambulé por la iglesia a mis anchas. El placer de ver arte en su contexto, ahora que lo pienso, varios años después, gracias a la visita al yacimiento de El Tendal.