viernes, 15 de octubre de 2010

Primeros Tropiezos


Yo, de lo que primero me enamoré fue de una bicicleta. Por aquel entonces no me fijaba aún en las niñas. Es más, una mayor que yo me había dicho que me abriría la cabeza y revolvería lo de dentro con gofio para comérselo. No quiero con esto justificar los ataques de misoginia que todavía padezco de vez en cuando. No dejó trauma, me encanta el gofio. Pero mi primer amor no fue una chica sino una Torrot. Yo me ensimismaba en clase pensando que pronto volvería a mi casa a disfrutar de mi bicicleta. Era de un precioso color azul, creo que metalizado, aunque reflexiono ahora que en aquella época las pinturas metalizadas no eran frecuentes. Mi bici no era grande. Yo me distraía en clase: se estancaba mi ortografía, confundía el Sistema Bético con el Penibético, hacía trasvases cambiando afluentes de ríos que mezclé, y fui perdiendo puestos en la fila de mi curso hasta convertirme en el farolillo rojo. El miedo a la amenazadora regla era compensado por mi amor a mi bicicleta.

Sin embargo, yo crecía más rápido que ella, y pronto descubrí que estaba incómodo y que el manillar tenía una rosca que permitía alargarlo. Pero el tubo tenía un corte biselado que si se ajustaba muy al límite podía hacer que te quedaras con el manillar suelto entre las manos, como un imbécil. Jugaba hasta el extremo con aquella pieza. Amaba igual a mi bicicleta, no me importaba este defecto. Era un niño. ¿Qué significaba la palabra peligro?

Mis padres llevaron mi bicicleta y la de mi hermano a la casa del campo. Ellas nos dieron la libertad. Ibamos y veníamos por las carreteras de tierra. Llegamos más lejos de donde nunca habíamos llegado a pie. Nos unimos a bandas de otros niños que nos descubrieron un mundo cada vez más y más amplio. Mi bici respondía con algún que otro pinchazo. O se le salía la cadena. No me importaba. Quizá ya no pensara en ella cuando estaba en clase pero era mi compañera. Los frenos no respondían y no tenía contrapedal. La solución fue desgastar muchas suelas de zapato.

En los inviernos llovía, en aquellos inviernos de hace más de veinte años llovía mucho. Se formaban charcos, que en las carreteras de tierra, ahora asfaltadas, se volvían zanjas por el paso de los coches. El niño que fui pedaleaba con todas sus fuerzas cuesta arriba y se dejaba caer pendiente abajo sin pensar dónde acababan. Con la rueda metida en una zanja forcé el manillar y se salió. Giró loco. Mi bici se fue por su cuenta. Se despidió de mí en un momento inoportuno y cuesta abajo. La seguí amando, pero de otra manera.

jueves, 7 de octubre de 2010

Calumniótica

La poesía es una cosa calumniótica.
En cuanto te despistas te malretrata.
Te desamorfa y te deja a expensas de tus enemigos.
Luego te arrepientes.
Quisieras desmadejar el tiempo
hacia atrás hasta jamás haberlo dicho, pero ya nada se puede hacer.
Has quedado retratado en ámbar.
El ámbar color del tiempo pretérito: has quedado
atrapado como un insecto de otro tiempo.

No es infrecuente el dolor de tripa después de haber escrito un poema.
Mi médico de cabecera me pregunta cuando voy a su consulta con dolor de tripa:
“¿No habrá usted escrito un poema?¿Y ahora qué quiere?
A usted le dolerán las tripas y a los demás los oídos: Buscapina cada cinco horas y a esperar. Agárrese el lápiz. Tírelo a la basura.
Úselo sólo para la lista de la compra.”

Atesora una sabiduría transgeneracional este doctor jubilable pero no prescindible.
Acaba siempre mandándome a correr a la avenida,
por no mandarme a la mierda.

Sin que sirva de precedente

Soledades que se miran,
y no se tocan.
Está feo decirlo,
[dilo]
con desprecio.
No te esperan a ti.
Sino a un aladino de MTV.
[van listas]
Tú no eres mejor.
Cierto.
No soy mejor.
Ya ni espero.
Desespero.