miércoles, 4 de noviembre de 2020

Mi pierna mala

 Ando, es un decir, con la pata tronchada. Precisamente lo que hago con dificultad es andar, aunque peor me va cuando subo a bajo de la cama. En esta situación uno se da cuenta de lo bajos que son los malditos retretes, y pierde parte de su tiempo pensando por qué. Seguramente es una altura que conviene para que puedan ser usados tanto por niños como por adultos, tanto por gente alta como baja. Una solución de compromiso que resulta inconveniente para los que tienen una prótesis de cadera recién implantada que hace que el mundo de cintura para abajo se sitúe a una distancia adicional a la de siempre. Si algo cae al suelo es como si se hubiera perdido en los confines del universo; no, peor, porque la puedes ver, quizá hurgar con la punta de la muleta, pero resulta inalcanzable, como un amor cortés o un trabajo bien hecho.

Pero si se trata de quejarse, lo de menos es que uno no alcance a las cosas que caen al suelo, o que los retretes obliguen a ciertas delicadas maniobaras de asentamiento y levantamiento. Lo peor es el dolor de los primeros días, después de desaparecer el efecto milagrosa de la epidural. Un dolor ineludible, de noche y de día, que se burla de todos los calmantes que en escala creciente te van administrando sin que puedas escapar a ningún jodido sitio al que no te persiga sañudamente. Tú eres el dolor y el dolor eres tú. Consustancial a lo humano, a lo vivo, y te acuerdas de Domingo Rivero. Ahí están ciertos poemas para recordarte que eres humano, como César. Dolor anticipo del memento mori. Aprecias entonces que la vida está llena de pequeñas felices cotidianidades que siempre has despreciado, como levantarte distraidamente, mientras piensas en tus cosas, del asiento donde estás y sentarte en el retrete y simplemente cagar. Algo que antes fue tan sencillo y ahora, una aventura. Y te acuerdas, no hay remedio, de aquellos que están instalados en esta costumbre, por viejos o por enfermos, de pequeñas gestos convertidos en agonía. Uno deviene humano, vulnerable, enfrentado a un medio hostil, sintiendo que tu propio cuerpo se ha pasado al otro bando y te putea. Y todo esto, en mi caso, es un mal trago hacia una vida mejor. Se supone que una vez curada la pata, como de jamón, alcanzaré una vida mejor de la que tuve con la artrosis recordándome a cada paso que parte de mis cartílagos se habían despedido ya de mí. No quiero ni imaginar que este camino fuera la ruta hacia otro estado peor.

Confieso que sigo mirando mi nueva pierna con desconfianza. Desde el primer día me pareció demasiado larga. Cierto que estaba abierta a la derecha al estilo de la de Charlot, con la punta del pie hacia afuera,  y que esto quedó corregido inmendiatamente. Salí del quirófano con la pierna enderezada, pero larga. He hecho la consulta a tres médicos y los tres me han tranquilizado con tres distintos argumentos, lo que podría parecer poco tranquilizador, pero no, la última me contestó con tal suficiencia, como si pensara, lo que les pasa a todos, que por fin me he dado por satisfecho. Por más médicos que vea no pienso preguntarle qué le parece la longitud de mi pierna operada. Lo dejo definitivamente ahí.

 La cirugía también hizo que ipso facto la pierna operada esté más a la derecha que antes, produciendo una sensación de extrañeza ante mi propio cuerpo. Una cosa tan mía como mi pierna ya no está exactamente donde siempre, sino inclinada de tal manera que el pie derecho está como a diez centímetros de donde antes estaba. ¿Saben ese gesto de quitarte la zapatilla de un pie ayudándote con el otro? Pues resulta que lo intentas y no funciona porque el pie derecho no está donde siempre, tienes que mirar para corregir la posición. Es como si te fueras a rascar la nariz y no estuviera ahí, sino más arriba, o más abajo, o vete a saber, y tienes que mirarte al espejo para poder localizarla y rascarte. Es una sensación muy rara.

Yo solo pasé dos noches en la clínica pero en ese tiempo compartí habitación con tres personas que se fueron sucediendo.  Para empezar, y a pesar de que yo permanecía en la misma habitación, y eran los demás los que llegaban o se iban, con cada nuevo paciente yo tenía la sensación de estar cada vez en un lugar distinto. Que el que cambiaba de habitación era yo hasta tal punto que en mi cabeza me imaginaba en alas distintas del mismo edificio, siendo, por supuesto, la misma vista la que vi siempre desde la misma ventana. ¿Efecto de la anestesia y los analgésicos? No sé. ¿Efecto de que el paisaje humano que cambiaba me influía más que la realidad física que me rodeaba? No lo sé.

Y mis compañeros no ayudaban a animarme, a no ser por el consuelo de los brutos, porque objetivamente creo que los dos primeros estaban en peor situación que yo. Si yo pasé sólo tres noches, mi primer compañero llevaba diesciseis, sí, como leen, diesciseis noches de hospital, y aún con gran dolor. Le dieron el alta y los sustituyó un chico que había sufrido un accidentre laboral con muy dolorosas consecuencias. En la noche eterna que pasamos en la misma habitación pulsábamos alternativamente la llamada a las enfermeras reclamando calmantes sin tener idea del tiempo transcurrido. Venían para decirnos que aún debíamos esperar.

El tercer paciente se fue casi antes de que la epidural dejara de hacerle efecto. Mejor.

Supongo que todo pasa y todo queda, como dice el poeta. Esta entrada de blog, que hoy me parece relacionada con un hecho singular en mi monótona vida, se hundirá en el calendario y será una de tantos textos sin relieve ni forma.