jueves, 21 de diciembre de 2023

Suite Francesa, de Irene Némirovsky

 La edición que he manejado de Suite francesa, la novela inconclusa de Irene Némirovsky, se complementa con unos textos adicionales, a saber: sus reflexiones mientras escribía, encontradas en un cuaderno manuscrito, y un manojo de cartas ajenas a su mano.

Ella había sido detenida y llevada, en principio, a un campo de concentración en el interior de Francia. Su marido, familiares y amigos escribieron cartas desesperadas intentando averiguar dónde se encontraba y en qué estado. Apelaban a cualquier autoridad o contacto que pudiera darles información. No tuvieron éxito.

Tres clases de textos, tan distintos, conforman un todo incontrolable y desconocido para la autora de la novela. Desgraciadamente, ella nunca tendría acceso a esta especie de corpus sobreliterario que aumenta la novela, o la reduce, o la condiciona, o la altera, o la complementa o la destruye. Los dioses de las letras operan un milagro fuera del alcance de lo humano. Ellos, no sienten ni padecen, se despreocupan tanto de las supernovas que engullen sistemas planetarios enteros como de los prados en que se convirtieron  los viejos campos de batalla de nuestra Europa.

Irene, desde su tiempo, detenido bárbaramente, me ha proporcionado una visión distinta de la ocupación alemana de Francia. No supo que la ocupación, que en su tiempo le pudo parecer definitiva, acabó retirándose como la ola de un tsunami. Y su mirada, con su correspondiente grado de crítica, se dirige más hacia los franceses que hacia los alemanes que acabarían asesinándola por ser judía.

Empieza la novela con un mosaico de escenas. Diferentes tipos humanos y familias, de diversas clases sociales, huyen de París ante el avance de las tropas alemanas. Las mezquindades en las que caen, o de las que toman conciencia, se mezclan con pocos, pero algún, crecimiento personal en la desgracia. Comento una escena.  Primero debo indicar que la palabra escena está bien traída a tenor de las propias reflexiones de la autora que cree, no soy exacto en este comentario, con razón, que la novela es como una película, una sucesión de escenas que se pueden visualizar en la mente del lector. En esta escena, incluida hacia el primer tercio de la novela, un cura conduce a un grupo de muchachos huérfanos en su huida de la ocupación y sucede un hecho memorable. En estas páginas, magníficas, Irene Némirovsky, equilibra la contención y la valentía.

La palabra relato se ha cargado de toneladas de significado. Parecen habernos hecho creer que el relato crea la verdad y no que la verdad nace del relato. Quizá nos hagan creer que la verdad no existe y los relatos sí.

En cualquier caso, decía que el relato asumido, al menos por mí, creó la imagen de una Francia heroica en la que la palabras resistencia, Radio Londres o de Gaulle afloran sobre otras como Pierre Laval, Philippe Pétain o régimen de Vichy, estas últimas, escondidas hoy bajo las alfombras.  Pero cuando Irene Némirovsky escribió Suite francesa, Francia estaba ocupada y lo que su historia refleja es la resignación propia de quien ha sido derrotado y asume que la historia ha dado un vuelvo irreversible. Como digo, ni los franceses en aquel momento, ni la autora, sabían que las cosas cambiarían en unos cinco años.

La novela refleja cómo los soldados alemanes se alojaron en las casas de los franceses, ocupándolas en una convivencia con cierta caballerosidad forzada, de la que Irene Némirovsky da una visión incluso romántica. Sus dardos se dirigen más hacia los franceses que hacia las tropas ocupantes. Nos cuenta, bien que de soslayo, la oportunidad que los más mezquinos tuvieron de denunciar a sus vecinos ante la nueva autoridad alemana por delitos reales o supuestos y liquidar así viejas rencillas y rencores. Un episodio que tanto recuerda nuestros años de plomo en España. Esta cierta asunción de la derrota quizá tenga algo que ver con que el personaje más combativo con los alemanes es una vieja realmente antipática.

   Este corte en la historia que supone Suite francesa es fundamental para hacer de su lectura hoy
un monumento a lo que la novela aporta para hacernos reflexionar sobre la apreciación que hacemos del pequeño lapsus que nos ha tocado vivir, y de cómo lo podrán mirar otros, o nadie, en el contexto de esta cosa viscosa, inasible que no podemos palpar y nos envejece, que es el tiempo.



domingo, 15 de octubre de 2023

El verdadero nombre de las cosas

 No es por todos conocido que el entrenamiento primero de Jean-François Champollion en el desciframiento de mensajes arcanos se produjo en el mercado de frutas y verduras de su localidad natal, Figeac. Su padre, librero, lo enviaba a hacer mandados, confiando ya en el criterio del niño para elegir las mejores compras en un mercado, por otro lado, plagado de aviesos mercaderes dispuestos a dar gato por liebre. La ínfima cultura de los vendedores garantizaba una cartelería indescifrable para una persona culta, llena de faltas de ortografía o de transcripciones más o menos fonéticas del verdadero nombre de las cosas.

La frontera, por tanto, entre el verdadero nombre de las cosas (si tal existe) y aquel por el que a ellas se referían era especialmente difusa en los mercados de Figeac. El joven Jean-Francois aprendió de chico a lidiar con la evanescente referencia a las cosas, la brumosa e inabarcable combinación de símbolos cuando se deja al albur de la falta de normas o, quizá, bajo la organización de unas normas que se desconocen.

Averiguar la procedencia de las papas fue, en verdad, una escuela para
desencriptadores.

domingo, 1 de octubre de 2023

El rastro en letras de aquel mundo

 


En un recodo de la biblioteca de mi padre me he encontrado con Azorín. El color amarillo de las páginas, su olor cargado de humedad, forman parte de la misma memoria que evocan las palabras escritas. También esta casa donde leo a Azorín es de piedra y madera y tiene más de cien años, como las que describen estas hojas, aunque no esté en Castilla la seca, eso no, sino en las medianías de nuestra isla.

Son dos líneas contrapuestas y, sin embargo, armónicas las que leo. Por un lado, el regeneracionismo propio de su tiempo, expresado con la crítica a los modos antiguos de cultivar la tierra y producir en los campos de Castilla. El hombre castellano mantiene tradiciones improductivas, no imagina ningún tipo de cambio. El hombre de Levante, según Azorín, por contra, tiene un carácter bien distinto del hombre de interior, es alegre y es dinámico, por tanto, está dispuesto a cambiar y modernizarse.

Pero estos análisis son lo que menos cala en mí, por mucho que tengan un peso objetivo que casi se pueda medir. Y es que Azorín no es Unamuno. Aunque relacionados ambos en la misma nómina de autores del 98, son tan diferentes como inigualables. La energía combativa de D. Miguel no está, ni debe estar, ni, a mí, desde este rincón de mi tiempo, me interesa que haya estado, en Azorín. D. José, aunque del Levante (nació en Monóvar), es el castellano que él mismo critica. Más enamorado, si cabe, que D. Quijote de Dulcinea, su prosa se pasea meditabunda, añorando el S XVII, hermosa y errante por las Lagunas de Ruidera, por entre molinos de viento, por los polvorosos caminos que recorrieron aquellos dos. Las tradiciones que se describen, las casas antiguas, los viejos usos son mimados por este supuesto regeneracionista con palabras como algodones que no entendemos porque, intuimos, son de otro tiempo y lugar. Son palabras de gentes para hablar de sus trabajos y sus días, de sus herramientas, de sus paisajes y su clima. Son gentes que acabaron barridas por la historia. Gracias a Azorín queda el rastro en letras de aquel mundo.