Las máscaras de Esquilo
reposan tristes,
alegres,
a risas,
en el teatro de una isla
donde nadie sabe nacer ni morir.
Entró la peste en el Pireo
a sacos o ánforas
hacia los estertores de Pericles
pero no habrá nadie,
lejos,
algún día,
que sepa que tú y yo
fuimos como el auriga devuelto
a las aguas del Egeo
a la espera de una mano futura
que nos alce al incesante pasado.
Late la esperanza de volver a probar,
por primera vez,
el sabor de la sal.
Por primera vez,
el calor del sol sobre la piel.
Por primera vez.