domingo, 11 de noviembre de 2007

Café en Lisboa







He vuelto a Lisboa. Lo había evitado por miedo al dolor, húmedo como esta lluvia de diciembre y la brisa suave que trae los olores del Tajo.




Suelo salir por las mañanas a desayunar al Nicola, y después me recojo en el hotel leyendo hasta la tarde. Salgo, entonces sí, a pasear. Ayer alquilé un coche y recorrí (lo que nunca hicimos) el 25 de Abril. Me siento un fugitivo del tiempo que corre, un paseante de las nostalgias y un coleccionista de recuerdos.




Recupero el pasado cada día con más fuerza, y el presente parece cada vez más vulgar, carente de interés, soso, inocuo...




Con cada amigo que pierdo (la última Laura Maqroll) menos ganas tengo de emprender el esfuerzo de conocer a nadie. Y huyo de los que me conocieron y ya no quiero ver. Es Lisboa, en parte, esta huída. Aquí no tengo que usar ni adobes ni trucos para disimular mi edad. Eso creía. La compañía tiene aquí una sucursal y entré por curiosidad el pasado jueves. Cuando hojeaba los catálogos en portugués quedé paralizado al ver que Jeremías Umpiérrez me observaba estupefacto desde el extremo de la oficina. Desvié la mirada y aún sin verlo supe que emprendía el camino hacia mi. Cogí precipitadamente dos o tres catálogos y me giré saliendo rápidamente de la oficina. Apenas creí que ya no podía verme corrí hasta una esquina. Paré el paso y seguía sintiéndome inseguro así que corrí a un ritmo constante y no muy elevado. No pude mantener la respiración por la nariz y empecé a respirar por la boca. El aire entraba a borbotones en los pulmones. Oí mi corazón entusiasmado y experimenté una inmensa y estúpida alegría. Las piernas funcionaban con una liviandad maquinal hasta que resbalé sobre ese mosaico paciente que es la acera de Lisboa. Había estado lloviendo toda la noche y el calzado no era el apropiado. Caí casi entre risas, de bruces al suelo. Una chica tan dulce como las que había visto azocarse en sus novios en los tranvías se interesó por mi. Umpiérrez apareció detrás de una parada de guagua y me oculté con la chica, abrazándola. Le expliqué que me había doblado un tobillo. Me apoyé en su brazo al caminar. Le hablé en español y creo que apenas me entendió. Logré que Umpiérrez por fin creyera que había un portugués que se parecía a un compañero suyo de muchos años atrás. Invité a la chica a desayunar. En principio no quiso. Tuve que bromear un poco e insistir para que accediera. Me pareció natural convencerla. Me pareció natural que una chica tan joven estuviera desayunado conmigo, y lógico que un corazón capaz de bombear como el mío y que unas piernas capaces de correr como las mías estuvieran tan cerca de su corazón y sus piernas. De su abrigo negro y largo. Y pude mantener momentos de silencio, de ninguna manera incómodos en que la miraba, mientras ella simulaba observar con interés a otra gente de la cafetería, entre trozo y trozo de una conversación luso-castellana más complicada siempre de lo que esperamos los nietos de los viejos romanos.




Al mediodía subíamos juntos al Castillo de San Jorge. Habíamos decidido comer allí, costase lo que costase, después de una conversación muy realista sobre los efectos del euro. Y cuando casi más distraído estaba contemplando Lisboa me cogió la mano como si pasear supusiera tal cosa de la misma manera que supone poner un pie delante de otro. Apreté un poco su mano mientras contenía la emoción en el silencio: pasaron por mi mente los amigos con los que antes estuve allí. Sólo conservo las conversaciones telefónicas con uno. Me resulta imposible verle, y verme. Esta mano, que también se irá, es el asidero. Creo haber acertado. Me conviene creerlo.

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