sábado, 1 de agosto de 2015

Lecturas de regreso

    Vaya usted a saber cuáles son los motivos por los que uno escribe o por los que deja de escribir. Supongamos que se deja de escribir porque no se tiene nada que decir. Aplicando el contrarrecíproco  vendría a salir que sólo se escribe cuando tiene algo que decirse. Esto, al menos en mi caso, es flagrantemente falso. Luego, dejemos los juegos lógicos, terreno en el que muevo como pez en el desierto, y pongámonos dedos al teclado.

    Desde luego, lo que sí parece necesario para escribir es el estímulo de la lectura. La mayoría de ustedes no me conocen personalmente, para su fortuna, pero mi eclecticismo mental es proverbial. Salto del bricolaje a la Historia, de ahí a la literatura, al dibujo, la aviación en casi todas sus formas, cuando no pico en el ajedrez, la fotografía o me lanzo al campo a liberar a unos cuantos limoneros viejos del yugo de las zarzas y las hiedras dejándome en la tarea (literalmente) parte de mi pellejo.

    Posiblemente esté loco, pero no soy peligroso (de momento).

    En el abotargamiento de los calores excesivos del verano, al arrullo del ventilador, me he puesto a leer un libro pequeñito sobre la Primera República Española, también pequeñita, puesto que no llegó a cumplir dos años (1873-1874), y, juntos, nos hemos entregado a la molicie. Al margen de los acontecimientos que se suceden, contados con más o menos detalle, se van sacando conclusiones, de la mano, como no puede ser de otra manera, del autor del libro.

    Los historiadores, si lo son, tratan de ser objetivos y mantenerse dentro de la disciplina y el método pero esto es muy difícil de conseguirse, y de hacerlo, podría caerse en el peor de los pecados en una obra de divulgación: el franco aburrimiento. La dificultad de encontrar el equilibrio entre la objetividad y la extracción de conclusiones crece con la cercanía de los hechos estudiados en el tiempo y en el espacio. Así que no nos queda otra que echarle un ojo a la biografía del autor y contrastar los mismos acontecimientos desde diversas fuentes. Hechas estas advertencias (el autor, Francisco Martí Gilabert, tiene una entrada en la Wikipedia) a uno mismo, se emprende la lectura. Y te cuentan que a la Primera República se llegó más por falta de rey que por suficiencia de republicanos convencidos, de los que parece que había bien pocos. Después de expulsar a Isabel II (1868), se emprende la búsqueda de un rey para España. No se sabía muy bien qué se quería, pero se tenía claro a quién no se quería, lo que no parece un gran logro. El libro viene a dar a entender que no había muchos candidatos dispuestos a aceptar la corona de España. Por fin, alguien logra convencer a Amadeo de Saboya para que se convierta en Amadeo I de España y lo instalan en el trono. No podemos dejar de suponer el desconcierto del nuevo rey que, después de ser llamado al trono, es recibido con frialdad por todo el mundo: el Ejército, la Iglesia, el pueblo, etc. Para completar el cuadro, le preparan un atentado del que sale ileso. Tras un reinado que no llega a tres años, Amadeo I, abdica. Es uno de los pocos actos de sentido común que se ven en estos años (recordemos que Amadeo no era español de nacimiento).

    A falta de rey montan una república. Se suceden cuatro presidentes en los dos años que duró (cinco si se incluye a Serrano). Se suceden meteóricamente Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. De todos ellos, sólo el último merece los elogios del autor. Se dibuja a un Figueras sin suficiente carácter, dominado en el plano personal por su esposa y que cae emocionalmente cuando esta fallece. Le sucede Pi y Margall, acusado también de debilidad de carácter, y a este Nicolás Salmerón, que dimite al negarse a firmar los fusilamientos de dos rebeldes, puesto que era contrario a la pena de muerte. Como decía, el único que se salva en la opinión del autor es Emilio Castelar. Se le dibuja como un formidable escritor y orador, el Demóstenes moderno, como un hábil gobernante que supo mantener un difícil equilibrio entre todas las fuerzas del país e incluso las externas. En este sentido logró  reconducir un incidente con Estados Unidos  que podría haber desencadenado (en realidad, adelantado) una guerra con aquel país que la historia podría señalar como inevitable.

    En estos pocos años de república los obstáculos fueron muchos y graves. Las esperpénticas guerras carlistas, los coletazos de la España colonial. Recordemos unos vergonzantes datos a este respecto: aunque la esclavitud había sido abolida en el territorio peninsular desde 1837, no lo fue en Puerto Rico hasta 1873 y se dejó "pendiente" la de Cuba hasta 1880 por no entrar en confrontaciones con los productores cubanos.

    Las relación Iglesia-Estado fue un asunto delicado que Castelar supo torear con maestría, a decir del autor. Pero, sin duda, como lector, el más llamativo de los peligros que tuvo que sortear la Primera República fue el cantonalismo. Este sí que fue un capítulo para la pluma de Valle-Inclán (un niño en aquella época) con música de fondo de pandereta. Municipios y provincias que se declaran cantones en un intento de instaurar un federalismo "desde abajo". Destaca el Cantón de Cartagena (de Murcia, en puridad) especialmente grave por cuanto contó con una plaza bien defendida y amurallada, y con efectivos de la Armada y el Ejército que se les sumaron. Unos cantones llegaron a enemistarse con otras poblaciones a las que defineron como "potencias extranjeras". Los incidentes trágicos se mezclan con los jocosos en una algarabía de egos que nos regresa a las desventuras del Quijote. Como aquella lectura, nos deja la mirada triste y cansada entre las risas. De esta república se sale, como no, a lomos de un caballo, esta vez el del General Pavía. La historia de España, acaso la de muchas otras naciones, está tan llena de generales como la orla de una academia militar. 

    A vueltas de esta lectura me he ido a buscar cómo vio esta época D. Benito Pérez Galdós, oteador  incansable del que fue su siglo. Y ahí estoy con Prim en la mano y en la estantería, esperando, La de los tristes destinos, España sin rey, España trágica, Amadeo I, y La Primera República.

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