martes, 3 de enero de 2012

Una Historia (parte primera)

Me comunicaron hace una semana y media que sobraba en mi empresa. Que no bastaba con estar ahí, hacer cosas, etc sino que había que vender. Que no se trataba de vender productos útiles a quien las necesita, cosa que al parecer hace cualquiera, sino de vender cosas inútiles a quien no las necesita e incluso a quien se perjudica adquiriéndolas. Esa, me dijeron, debía ser una meta a la que se veía claramente que yo no aspiraba. Por tanto me pusieron de patitas en la calle. Así que llamé a mi casero, le dije que rescindía el contrato de alquiler porque simplemente no podría pagarle el siguiente mes. Recogí mis cosas, las repartí entre un trastero que tiene mi hermano y un viejo cuarto de aperos que tenemos en un terreno en el campo y puse lo imprescindible en una mochila pequeña disponiéndome a recorrer el mundo en busca de alguien que me necesitara para algo y estuviera, no ya dispuesto a pagarme, sino simplemente a mantenerme, darme un lecho donde pasar las noches sin pasar demasiado frío y dos o tres comidas diarias. En principio, pensé, puedo amenizar la vida a tantas personas solas que se encuentran en esta ciudad y que necesitan una oreja que les escucha, una cabeza que asienta como si atendiera a lo que se le dice.

Mis paseos por la ciudad respondían al puro capricho sin una ley que los orientara hacia tal o cual calle o hacia tal o cual barrio. Fui a tener por el muelle deportivo. Paseaba con la pequeña mochila a mis espaldas, con una sensación de extraña libertad, con una barba de varios días y picores en las axilas producto de los dos o tres días que hacía que no me duchaba. En Caritas no acaba de encontrar compañeros de mis inquietudes filosófico-literarias, sino que más bien me crucé con otra clase de inadaptados. A todo esto, como digo, estaba paseando, si así puede decirse, por uno de los pantalanes cuando vi a un señor que andaba golpeandose la cabeza contra el palo de su barco mientras profería maldiciones. El señor venía envuelto como en una sábana y descalzo, indumentaria que un principio me hizo sentir hacia él cierta hermandad en la precariedad y, al mismo tiempo, que invadía su intimidad. Su barco era su casa y andaba en ella desvestido como quien anda en su salón en calzoncillos. No obstante lo cual llamé su atención y le pedí que por favor se serenase por el bien de su salud y la integridad de la nave. El individuo dejó de golpearse y se acercó a la borda para contarme que había sido ofendido terriblemente y que no encontraba a nadie que le ayudara en la tarea heroica de recomponer la dignidad de su familia. Entró en el camarote y regresó con dos latas de cerveza. Una me la entregó y de la otra dio un gran sorbo comenzando el relato de una historia. La esposa de su hermano estaba más buena que el pan, me dijo. Pero buena de estar muy buena, de no dejar indiferente a ningún hombre, por frío que fuera. Voluptuosas formas, exuberante silueta, promiscuas curvas, insinuantes movimientos y seductora voz. Le pregunté que si era cosa que ella buscara voluntariamente provocar. Que no, me dijo, que era así porque los dioses así la hicieron para desgracia de su familia porque un tipo muy salido que tenía una lancha con varios motores y que traficaba con farlopa la había raptado y se la había llevado a Morrojable. Conozco Morrojable, le dije yo, mintiendo como un bellaco. Cada rincón de aquel pueblo majorero es línea de la palma de mi mano. Conocerá entonces a Héctor, el traficante más infecto del archipiélago. Surca los mares con sus rubias melenas al viento desafiando a la Guardia Civil. A veces, como en acto de soberbia, espolvorea cocaína sobre las aguas marinas provocando el desatino en los delfines, la locura de las orcas, haciendo que bandos de calamares, pulpos, sepias y sardinas le sigan como a un profeta. Ese cabrón (palabra usada por él porque yo soy muy fino) se ha llevado contra su voluntad a la mujer de mi hermano.

Me proponía este señor que me embarcara con él en su nave y que cruzáramos la mar hasta recuperar a su cuñada. Yo me sentí valorado como navegante, como persona, como proel, maquinista y timonel. Yo que en tiempos había llegado a conocer qué cosa era una escota, una reductora, una trapa, un cabo o una orza, sentí que me remozaba, es decir, volvía a ser mozo. Me puse inmediatamente a sus órdenes y me presentó al resto de la tripulación consistente en un loro verde que atendía al nombre de Mariano y que hacía agudas observaciones a todas nuestra maniobras que nos animaba a mejorar al seguir sus instrucciones. Así pues, me terminé la cerveza, descargué mi mochila en el rincón del camarote que me correspondía y emprendimos la labor de avituallamiento de la nave. Trajimos ron, pipas de girasol, latas de carne, limones contra el escorbuto, algunas baratijas que canjear con aborígenes que pudiéramos encontrarnos durante la travesía y algunas lecturas para los días de calma chicha: Faulkner, Giovanni Papini y José María Gironella, entre otros. Zarpamos del puerto de Las Palmas con el ánimo ardiente y un viento de costado con el que atravesamos la bocana en apretada ceñida. Un crucero atestado de turistas nos metió en su desvente. Quedamos parados en la mar, a la vista curiosa de los turistas que se arracimaban en la borda. Mi capitán, de nombre Agamenón, por cierto, salió en paños menores, como era su costumbre y vociferó hacia el crucero “¡¡¡Volveremos con Helena o no volveremos!!!” Los guiris, que seguramente no habían entendido nada aunque sí visto los aspavientos, lo vitorearon y dos llegaron a lanzarnos sus sombreros. Mariano nos advirtió de que si no nos apartábamos un poco caeríamos dentro del remolino de las hélices del gigantesco crucero. Dejamos pronto el socaire de la isla y los vientos de la mar trataban de penetrar mis ropas, mis huesos y llegar al tuétano. Mi capitán, sin embargo, impasible, permanecía en la proa de la nave, con sólo aquel paño que poco le cubría, queriendo ver cuanto antes las costas de Fuerteventura. Nos cruzamos con un Fred Olsen. Su estela nos hizo casi volcar con lo que Agamenón se deshizo, no en improperios, sino en la declamación de un bello poema en hexámetros homéricos como nunca yo había oído antes. Hablaba a las sirenas, a los héroes y a sus madres, a los dioses de los vientos y los mares a los que hubiera ofrecido, decía, a su propia hija en sacrificio con tal de que le fueran favorables para alcanzar cuanto antes Morrojable y vérselas con el cabrón (como ya dije la palabra no es mía) de Héctor.

La travesía a Fuerteventura, con el viento a favor cuando lo hay, o con el motor diesel cuando no lo hay, apenas dura unas horas con lo que nos dio tiempo de acabar el ron pero no de tocar siquiera las guardas de “Una fábula” o de “Los cipreses creen en Dios”. Se avistaba el puerto de Morrojable, con el pueblo en pleno carnaval, cuando ya caía la noche. El suave rumor del viento en nuestras velas era la única huella de nuestra presencia sobre la mar puesto que habíamos apagado todas las luces y pretendíamos pasar desapercibidos. No teníamos permiso de atraque ni dinero para pagarlo. El barco, al parecer, no estaba al corriente de impuestos ni seguros y posiblemente, me di cuenta en aquel momento, observando el temor de Agamenón a ser descubierto, mi capitán se dedicaba también a oscuros negocios de contrabando. Así pues teníamos que idear una manera de desembarcar sin ser advertidos. Fondeamos la nave a una distancia prudencial y aguzamos el ingenio. Los achipencos de Puerto del Rosario dieron la idea a mi capitán. Desenroscamos una especie de cabeza de caballo que llevábamos en la proa y la ajustamos en la pequeña zodiac auxiliar que colgaba de nuestra popa. Con unas viejas velas le dimos cierta forma de achipenco que semejaba un caballo y lo dejamos sobre la mar. Ambos nos escondimos en la zodiac dejando a Mariano como responsable de la nave. A remo evitamos el puerto de Morrojable y ganamos la playa. Entre el algarabío verbenero nuestro achipenco pasó desapercibido junto a otros hasta encallar en la arena y permanecimos en silencio esperando el amanecer.

La luz y los ruidos de los barrenderos que arrastraban con sus escobas las latas y botellas abandonadas nos despertaron. Salimos de la zodiac y Agamenón me preguntó por la ubicación exacta de la guarida de Héctor. Bueno, le dije, suele cambiar cada poco para evitar a las fuerzas de seguridad del estado, así que vamos a preguntarle a un barrendero. Oiga, sabe usted por dónde andará Héctor el traficante, le pregunté. Jartos de beber como cochinos y ya se quieren meter una raya. Vaya bestias. Nos dijo que subiendo la loma a mano derecha, si no estaba con su lancha pentamotora, surcando los mares con un pivón que se había traído de Gran Canaria con la que se dejaba ver para que le reventara el hígado de envidia a quien le viere. “¡Hi de puta!”, exclamó Agamenón y, a grandes pasos, comenzó a subir la cuesta.

6 comentarios:

Rubén Benítez dijo...

Aquí vuelve el creador de Ovejas Negras por sus fueros. Hacía tiempo que no compartía un relato con estas trazas con sus compañeros, amigos y visitantes. Que todo no va a ser estudiar historia y filosofía en los ratos libres.
Brindo por la esperada segunda parte de esta nueva versión canaria de la Ilíada.
Aunque parece que un poco de ese polvo blanco que Héctor espacía por los mares también le llegó a usía.

Riforfo Rex dijo...

Magnífica recreación de ese bello poema homérico que es la eneida

Antonio Lino Rivero Chaparro dijo...

y esperamos ansiosos la segunda parte, maestro.

Juanjo Rodríguez dijo...

Me han pillado el plagio. Lo escribó con lo que recordaba de Agamenón, primera obra de la Orestiada de Esquilo. Procuraré cambiar un poco los nombres para la segunda parte no sea que me las tenga que ver con la Liga de Delos en los tribunales.

Lunática dijo...

El incio del relato me atrapó con su lenguaje y actualidad cotidiana, a la segunda parte del texto creo que puedes darle otro "golpe". Quiero leer el final de la historia; quizás un punto de vista "locuelo" le pueda quedar muy bien. Estaré a la espera.

Felino Feliz dijo...

El buen vino mejora con la edad. Tus relatos también, en mi modesta opinión. Me uno a los lectores que reclaman la segunda parte de este magnífico relato.