domingo, 25 de julio de 2010

Madrigal de las Altas Torres

La tendencia a arracimarnos en busca del ruido y a vivir cerca de los centros de esclavitud es racionalmente inexplicable. En Madrigal de las Altas Torres apenas hay 1.700 habitantes que nos molesten, está bien defendido por sus murallas, las casas son baratas, aunque necesitan reformas y podemos presumir de vivir en donde nació nada menos que Isabel la Católica. Pues bien, casi nadie quiere estar allí. Prefieren un apartamento de cuarenta metros por el que les sacan un ojo pero está a sólo dos kilómetros de un centro comercial. Aunque resulte que se tarda media hora en recorrer esos dos kilómetros.

Soy grancanario y el arremolinamiento de habitantes en esta tarta de tierra de 50 Km de diámetro me agobia. Y no encontrar un sitio donde apartar la vista y descansarla de cualquier signo de ocupación humana: un coche, una casa, un “cuarto de aperos”, una torreta eléctrica, una carretera asfaltada, etc. Esta isla es tan maravillosa que no para de llegar gente a quedarse y por eso ha dejado de serlo. Pero lo que sucede en la Península es inconcebible. Será que no soporto las multitudes pero ¿cómo es posible que los poderes públicos no promuevan que la gente se disperse? Creo que hay dos motivos fundamentales: uno el propio instinto gregario y de manada del ser humano. Es curioso cómo al entrar en un aparcamiento de un centro comercial los conductores esperan a que salga otro que ocupa una plaza para aparcar allí. Se sabe que la planta de abajo está casi desierta, o el otro extremo del aparcamiento, pero la gente quiere estar donde está el otro. No conozco la explicación. ¿Instinto competitivo? ¿Deseo de tener lo que tiene el otro?; el segundo motivo para las grandes aglomeraciones es que son propias de nuestro sistema capitalista que las promueve. Sin las grandes urbes no existiría el capitalismo. Son necesarias al sistema, al tratamiento del hombre como masa, como un magma estadísticamente modelable (en el sentido de anticipar su comportamiento con un modelo que lo explique), controlable, informable (de poder darle la información adecuada) e integrable (como piezas de una máquina, cada cual en su papel, incluso hay piezas destinadas a ser piezas con mal funcionamiento, pero piezas al fin de la máquina). Un tipo que viviera en una casa de piedra a las afueras de Madrigal de las Altas Torres, que lavara a mano su poca ropa (unas camisetas viejas, unos viejos abrigos, unos vaqueros de más de seis años), que bebiera vino artesanal comprado a un vecino, que comiera principalmente productos de la tierra, que no tuviera televisión, sería, sin saberlo, un elemento subversivo de primer orden contra el sistema. Pero, precisamente por su comportamiento y carácter, no practicará ninguna clase de proselistismo y no será tratado como amenaza por el sistema.

3 comentarios:

Riforfo Rex dijo...

Hay un tipo, al menos uno, que hace eso. Se llama Pedro García Olivo.Aquí tienes un libro donde habla de ello:http://www.pedrogarciaolivoliteratura.com/desesperar.htm.

Lunática dijo...

¿Reflexión utópica o vuelta a la prehistoria? Jajajaja.
Cambiaría el título de este post. Quizás podría ser: "¿Abnegación ante las opiniones?", y lo dejaría en forma de pregunta...
Está claro que ser diferente -o lo que es peor aún, creer ser diferente- es una especie de castigo. Lo importante, quizás, sería tomar cartas en el asunto de forma lógica y contundente e ir a la acción; y cuando esta acción no es del agrado de la mayoría, te toca sufrir porque nadie -quizás ni uno mismo- cree realmente en ella.
Lavar vaqueros a mano, beber vino artesanal -y menos del vecino que pone la música a todo trapo-, no tener TV ni internet... ¿Quién está dispuesto a ese sacrificio sólo para tener un momento de soledad y/o tranquilidad y no practicar el proselitismo?... )
Un saludo.

Palos de ciego dijo...

Yo tengo otro ejemplo absurdo, como el del aparcamiento. ¿Te has fijado en lo que se podría denominar "el efecto llamada"? Basta que algunas personas se detengan a observar algo para que otras personas que pasan por allí también se detengan a observar lo mismo.
En los centros comerciales y en los puestos callejeros también ocurre. Si yo tuviera una tienda o un puesto de venta ambulante, en vez de marketing, pagaría a varias personas para que siempre se mostraran interesadas, a modo de gancho, en los productos que trato de vender. Seguro que tendría éxito.