domingo, 27 de febrero de 2011

En tierra de infieles


Leonardo Sciascia escribe en Tierra de Infieles un relato basado en hechos reales, recuperando el cruce de cartas entre la Iglesia y uno de sus obispos, el de Patti, Angelo Ficarra. Los problemas de este obispo habían empezado antes de la guerra, cuando no siendo obispo aún había prohibido la proyección de películas durante las fiestas religiosas de la localidad, es decir, cuando había hecho cumplir las normas de la Iglesia. Y, sin embargo, por la Iglesia fue recriminado porque se trataba de películas de ensalzamiento del régimen fascista. Había normas y normas.


Ya de obispo pasaron años y elecciones locales sin que ganara la Democracia Cristiana. Y ese fue su gran pecado. Todos ese tiempo es el que queda recogidos esencialmente en el relato de Sciascia con el magnífico cruce (es un decir y luego explicaré por qué) de correspondencia entre la Iglesia y su obispo. Esta historia da pie a Leonardo Sciascia a exponer su crítica a una Iglesia oficial claramente posicionada políticamente y que le resulta bastante más que antipática. El autor casi se lamenta de ejemplarizar la conducta del obispo con el objeto de poner de relieve los ataques de los que éste fue objeto desde la curia. El “cruce” de correspondencia apenas fue tal, desde mi punto de vista, porque la inmensa mayoría de las cartas expuestas, si la memoria no me falla, se produjo en un solo sentido, las dirigidas desde la Iglesia al obispo. Sciascia, o la realidad que así fue, describe a un obispo de “perfil bajo” como se dice ahora, que resiste pasivamente durante años los ataques de sus superiores. Puede tratarse de una estrategia del autor para mantener al obispo en un limbo de beatitud, dando a entender que si la Democracia Cristiana no ganaba las elecciones era debido a su falta de capacidad y no porque el obispo les apoyara o dejara de apoyarlos. En verdad, de este personaje sabremos poco. Entran en el relato una serie de cartas magníficas, con una redacción impecable, una formalidad intachable, un respeto aparentemente fuera de toda duda, donde, sin embargo, entre líneas se lee la fuerte crítica al obispo y el fastidio de la Iglesia por su resistencia a abandonar el puesto. Intentan presionarlo y hasta le inventan, unilateralmente y sin diagnóstico, una enfermedad para poder comprender su deseo de marcharse. Pero Angelo Ficarra, no se da por aludido. Continúa en su cargo. Le asignan un ayudante que no pide, que podrá tomar por él todas todas las decisiones para que el obispo pueda ocuparse mejor de cuidar esa enfermedad que no tiene. Pero Angelo Ficarra, aún con el ayudante, seguirá siendo quien tome las decisiones. La exquisita prosa de Leonardo Sciascia se prolonga durante este relato corto, entreverándose con las cartas. El origen común del castellano y el italiano produce el juego léxico por el diferente uso de las palabras en uno y otro idioma. Se cuelan expresiones, frases y palabras que no siendo de uso frecuente en español, existen. Son trasladadas (más que traducidas) del italiano con un efecto bellísimo y vivificante para nuestra lengua. Volviendo a la historia, después de muchos años, la Iglesia encuentra la manera de deshacerse del obispo. Cuando se encuentra de vacaciones en su pueblo, se le comunica sorprendentemente que ha sido elevado a un arzobispado. Ese acto final es la cumbre del doble lenguaje de la Iglesia, de su hipocresía, del arbitraje interesado entre lo humano y lo divino, entre la ética de Cristo y la real. La Iglesia promueve al Obispo Ficarra a una dignidad superior con el objeto de quitárselo de en medio, de una maldita vez.

viernes, 18 de febrero de 2011

Domingo López Torres

A raíz de la polémica propuesta parlamentaria de D. Blas Cabrera Felipe para el Día de de las Letras Canarias he leído una cincuentena larga de opiniones diversas. Más o menos agrupables todas como en contra y a favor. Y cómo no hay mal que por bien no venga, ha tenido el efecto colateral de que yo vuelva la mirada hacia la estantería donde duermen unos cuantos libros esperando que les dedique un rato suelto entre el trabajo, las tareas de la casa, los amigos, etc.


Entre tantas, leí una opinión según la cual la ausencia de escritores canarios de valía dificultaba encontrar candidatos al Día de las Letras Canarias. Pensé: debe ser que lo llevamos celebrando desde tiempo de los guanches y se ha agotado la lista. Comprobé que no era ése el problema. El problema es la ignorancia dolorosa, con muchos ejemplos: esa opinión, la propuesta del Parlamento Canario (que ha incurrido en un clamoroso ridículo) y mi propio (des)conocimiento de la literatura canaria, sin ir más lejos. No me hace falta señalar a nadie más allá de mi ombligo. Un nombre, de entre muchos, que aparecía repetido en las listas de los blogueros era Domingo López Torres. Efectivamente, tenía un libro suyo en la estantería, olvidado. Lo tomé y lo leí.


Me encontré por un lado una poesía exquisita con el mar como protagonista, por otro unos excelentes poemas surrealistas y unos magníficos artículos de opinión artístico-intelectual publicados en Gaceta de Arte y La Tarde durante los años 30. El delito de un buen grupo de canarios en aquel momento no fue no estar a la altura de las circunstancias sino exactamente el contrario, encontrarse por encima del casposo provincianismo que quizá hubiera asegurado su supervivencia. Sin embargo, ellos conectaban con las vanguardias políticas e intelectuales de Europa gracias a personas como Domingo López Torres, Eduardo Westherdahl, Domingo Pérez Minik y compañía. Por eso a Domingo López Torres lo encerraron en Fyffes (símbolo del bananerismo que todavía nos acecha), después lo metieron en un saco y lo tiraron a la mar, con 29 años (algunos dicen que 26). Otros intelectuales sospechosos no habían tenido una actividad política tan intensa, o un origen tan humilde o a un familiar pudiente que pudiera defenderlo. Aunque otros sobrevivieron, a Domingo lo asesinaron. A sus 29 años, con los medios de la época y de manera autodidacta había logrado formarse de la manera que queda acreditada en sus textos. Asombran especialmente los artículos de opinión publicados en Gaceta de Arte. A esta revista también la mataron, como se mata a las revistas, pues dejó de publicarse en junio o julio de 1936 a causa de la guerra. ¿Qué hubiera sido de las letras canarias que pretendemos homenajear cada año si los bárbaros no hubieran cortado vidas y proyectos de raíz? No lo sabremos nunca. Sí sabemos que el hilo de la historia que sí fue nos ha llevado a un Parlamento de Canarias como el que tenemos. A que canarios, no ya de la calle, sino con estudios universitario, estén al nivel de sus señorías. Por mi parte, he caído en la cuenta, que ya es algo, e intentaré poner remedio. Quizá no podamos esperar ayuda de nuestros políticos. El autodidacta Domingo López Torres demostró que no son imprescindibles. Es posible incluso que sólo estorben.