domingo, 15 de octubre de 2023

El verdadero nombre de las cosas

 No es por todos conocido que el entrenamiento primero de Jean-François Champollion en el desciframiento de mensajes arcanos se produjo en el mercado de frutas y verduras de su localidad natal, Figeac. Su padre, librero, lo enviaba a hacer mandados, confiando ya en el criterio del niño para elegir las mejores compras en un mercado, por otro lado, plagado de aviesos mercaderes dispuestos a dar gato por liebre. La ínfima cultura de los vendedores garantizaba una cartelería indescifrable para una persona culta, llena de faltas de ortografía o de transcripciones más o menos fonéticas del verdadero nombre de las cosas.

La frontera, por tanto, entre el verdadero nombre de las cosas (si tal existe) y aquel por el que a ellas se referían era especialmente difusa en los mercados de Figeac. El joven Jean-Francois aprendió de chico a lidiar con la evanescente referencia a las cosas, la brumosa e inabarcable combinación de símbolos cuando se deja al albur de la falta de normas o, quizá, bajo la organización de unas normas que se desconocen.

Averiguar la procedencia de las papas fue, en verdad, una escuela para
desencriptadores.

domingo, 1 de octubre de 2023

El rastro en letras de aquel mundo

 


En un recodo de la biblioteca de mi padre me he encontrado con Azorín. El color amarillo de las páginas, su olor cargado de humedad, forman parte de la misma memoria que evocan las palabras escritas. También esta casa donde leo a Azorín es de piedra y madera y tiene más de cien años, como las que describen estas hojas, aunque no esté en Castilla la seca, eso no, sino en las medianías de nuestra isla.

Son dos líneas contrapuestas y, sin embargo, armónicas las que leo. Por un lado, el regeneracionismo propio de su tiempo, expresado con la crítica a los modos antiguos de cultivar la tierra y producir en los campos de Castilla. El hombre castellano mantiene tradiciones improductivas, no imagina ningún tipo de cambio. El hombre de Levante, según Azorín, por contra, tiene un carácter bien distinto del hombre de interior, es alegre y es dinámico, por tanto, está dispuesto a cambiar y modernizarse.

Pero estos análisis son lo que menos cala en mí, por mucho que tengan un peso objetivo que casi se pueda medir. Y es que Azorín no es Unamuno. Aunque relacionados ambos en la misma nómina de autores del 98, son tan diferentes como inigualables. La energía combativa de D. Miguel no está, ni debe estar, ni, a mí, desde este rincón de mi tiempo, me interesa que haya estado, en Azorín. D. José, aunque del Levante (nació en Monóvar), es el castellano que él mismo critica. Más enamorado, si cabe, que D. Quijote de Dulcinea, su prosa se pasea meditabunda, añorando el S XVII, hermosa y errante por las Lagunas de Ruidera, por entre molinos de viento, por los polvorosos caminos que recorrieron aquellos dos. Las tradiciones que se describen, las casas antiguas, los viejos usos son mimados por este supuesto regeneracionista con palabras como algodones que no entendemos porque, intuimos, son de otro tiempo y lugar. Son palabras de gentes para hablar de sus trabajos y sus días, de sus herramientas, de sus paisajes y su clima. Son gentes que acabaron barridas por la historia. Gracias a Azorín queda el rastro en letras de aquel mundo.