De vez en cuando me invento alguna palabra. Normalmente una componenda de semas bien conocidos con lo que la palabra en cuestión resulta totalmente inteligible aunque acabada de nacer. Esto me regocijaba. Sospechaba que incluso esa palabra pudiera existir aunque yo no la conociera. Después de consultar el diccionario comprobaba que no existía: la acababa de crear. Esta afinidad entre mi lengua (esa que uso para expresarme y para lamer helados) y mi yo intelectual, como digo, me regocijaba y me sigue regocijando.
La palabra así nacida tiene incluso etimología y todo esto me parece un gran mérito, sin embargo, todo ha cambiado al darme cuenta de que por amplísima que sea la combinatoria de letras, el mérito está en encontrar palabras que no tengan pasado, que no suenen a nada, que se presenten libres del peso de la historia. Estas palabras imposibles se escriben de la mano de Cortázar, gran inventor de palabras huecas. También son generadas por los verificadores de palabras de las páginas de internet, ese artilugio tremendo que trata de averiguar nuestra humanidad en la manera en que somos capaces de leer un texto torcido y estirado, de letras garrapiñadas.
Pero es que el proceso es diferente, porque a algo que quiero expresar yo le busco una palabra, sin embargo, Cortázar busca el vacío por el vacío, por la palabra en sí misma. Casi creo que le hubiera molestado que tuvieran algún significado. Y de todo esto se puede concluir que todo es ,y esto mismo, un precipicio fatal hacia la pérdida del tiempo y el fin de todas las cosas.